Contra una visión ingenua de la Mediación.
- Claudio Altisen
- 1 dic 2012
- 8 Min. de lectura
Breves notas sobre una concepción agonística de la Mediación.
Se denomina “Mediación” a un método referido a un qué hacer con la conflictividad entre personas particulares o entre grupos de personas con mayor o menor nivel de organización y formalidad. Es un método; es decir una forma de salir al encuentro de situaciones conflictivas, y en ese encuentro proceder a su abordaje y tramitación.
El valor cultural de esta metodología radica en la circuitación de la palabra que hace posible. Una circuitación habilitada por el mediador entre los sujetos en conflicto, esto es: sin suplantamiento por parte de la voz de un tercero (ya sea que se trate de otro que abogue por uno, así como de un otro que luego juzgue y sentencie respecto de uno).
Esta circuitación que se hace posible en la Mediación suele ser descripta como método para la resolución o gestión, no adversarial o colaborativa o pacífica, de los conflictos. Ahora bien, cabe decir que esas palabras utilizadas para describir el método invitan a pensar en la Mediación recortada sobre un horizonte de interpretación signado por la amabilidad, el entendimiento mutuo, las buenas maneras, el lenguaje calmo y mesurado, la ausencia de exabruptos, los rostros distendidos y sonrientes; vale decir: las aristas limadas, los vértices suavizados, las puntas romas. En suma, una suerte de ideología de la tolerancia que transita sobre el blando terreno de los discursos a despecho de las convicciones.
Desde esta perspectiva la Mediación es pensada en términos “consensualistas”.
Pero, si bien es cierto que el método propende a lograr algún nivel de consenso en base al cual sea posible dialogar en orden a la emergencia de algún acuerdo; sin embargo, no es el consenso lo definitorio del método. Lo definitorio es la posibilidad de diálogo. De esa posibilidad depende el método, y por eso propende al consenso. Vale decir: no se trata de evitar el desacuerdo a toda costa y estar de acuerdo siempre y pactando todo, sino de poder conversar sobre el desacuerdo. Pero, para eso, antes resulta necesario afrontar la inevitabilidad del conflicto (el modo como duelen las relaciones humanas) y enunciar el desacuerdo; es decir: más que acuerdo necesitamos profundizar nuestras beligerancias. Obviamente, manteniendo esa profundización dentro del campo del lenguaje, pues de lo contrario nos saldríamos del ámbito de la interacción humana, la cual solo es posible en cuanto tal en el territorio del lenguaje. De ahí la importancia cultural de la Mediación como método de tramitación del conflicto sin declinación de la palabra propia, sin destitución del sujeto. En efecto, la Mediación debe su importancia a la ganancia cultural que comporta, pues hay merma en la aptitud para la cultura cuando los individuos no tramitan sus conflictos mediante palabras propias, sino que nada más reaccionan frente a ellos desde descargas motoras inmediatas, o desde el litigio. [1]
Al respecto, entonces, podemos decir que el método denominado “Mediación” puede ser comprendido ya no de un modo principalmente consensualista, sino agonístico. [2]
La visión consensualista del afronte de la conflictividad, comporta algunos riesgos, particularmente cuando exalta la consecución de la unidad en el acuerdo como meta del procedimiento, perdiendo de vista al pensamiento dialéctico como modo de pensar las diferencias y su posibilidad de integración. El riesgo está en buscar una solución lo más integral posible confundiendo integración (coordinación de lo diverso) con totalización (cancelación de lo diverso). En efecto, ese riesgo se cristaliza en la aspiración a conquistar en el acuerdo una meta sintética de los opuestos. Una meta que consiste en negar la negación, alcanzando un término medio inofensivo; esto es: una síntesis, o sea, no una anulación de los opuestos que resultaron destruidos en cuanto tales, sino una conservación de lo destruido que ahora se perpetúa en los términos del acuerdo. Vale decir que lo destruido es conservado y elevado a un tercer término (negador de la negación entre los dos términos anteriores). Entonces, el procedimiento de Mediación se desplegaría así en procura de revocar la contradicción, haciendo concurrir los momentos discursivos hacia una unidad superior. Unidad sin resto, sin merma, sin pérdida, superadora de la falla entre lo real y lo racional. Unidad de un pensamiento totalizador, afirmativo, sin antinomias, sin contradicción, sin discontinuidad; es decir: capaz de aferrar la Cosa. Aferramiento que equivale a la destrucción de la diferencia en la plenitud del acuerdo. Como si acaso en el acto de acordar se capturara ilusoriamente a ese objeto perdido que sostiene el envoltorio especular del yo. Pero, si acaso el objeto pudiera resultar capturado, entonces el yo resultaría elegantemente despojado de toda vestidura, privado de lo especular, vaciado. En consecuencia, para luego retornar hacia sí mismo, para recuperarse, para volver a ser, el sujeto luego tendría que introducir un “más” respecto de lo estatuido por el acuerdo… es decir que lo tendría que transgredir. Porque por ese camino el sujeto vuelve al límite de la especularidad, al entrevero entre la ley (goce ético) y el deseo (goce estético), al goce de la transgresión, donde el movimiento dialéctico es relanzado. O sea: reitera… retoma y repite el mismo movimiento por el que resultó despojado.
Dicho sea de paso: para una medición más interesante de la eficacia de la Mediación, habría que hacer seguimiento real de los acuerdos (al menos introduciendo en el texto del acuerdo una cláusula de comparencia ante el mediador en un tiempo X), en vez de medir nada más que la cantidad de acuerdos firmados al final de los procedimientos llevados a cabo durante un tiempo determinado.
Es cierto que desde la visión consensualista se logra desjudicializar los conflictos reduciendo así el volumen de la litigiosidad en los Tribunales (si no por convicción al menos por cálculo de utilidad), pero, en definitiva, el criterio meramente económico no propende necesariamente a la suscitación de un efecto transformador respecto del registro simbólico de la problematicidad de la convivencia real. Imaginar la sociedad deseable como en una mansa convivencia hecha de amables consensos, es lo mismo que pensar la resolución del conflicto real entendiéndola como negación de la negación, lo cual solo puede establecerse en el nivel de la idea. En ese nivel la existencia es entendida como una continuidad sin falla, sin “intervalo” entre el pensamiento y el ser. Unidad del concepto y de la realidad. Evaporación del dolor en la idea. Se cree que la reconciliación se alcanza, entonces, ahí donde las contradicciones desaparecen a nivel de la idea. He ahí la idealización algo ingenua del acuerdo, en la que suelen incurrir los cultores de una visión principalmente consensualista de la Mediación. Como si acaso la convivencia social “ideal” debiera carecer de angustias, en el preciso modo de evitar la enunciación de las divisiones. Pero esa evitación (la sustitución de un sentimiento hostil por una ligazón de cuño positivo, que opera como formación reactiva mediante la cual uno se deniega algo para que también el otro deba renunciar o no pueda exigirlo), en definitiva equivale al debilitamiento o desarticulación del hombre como ser-político. Equivale a no comprender que donde hay vida hay conflicto.
La visión agonista de la Mediación, despliega una mirada vitalizante de las relaciones, politizadora de la conflictividad, pues no pierde de vista al pensamiento dialéctico como modo de pensar las diferencias y su posibilidad de integración. En eso consiste la anteriormente mencionada “profundización de las beligerancias”; es decir: no se trata de acordar, sino de conversar en torno al desacuerdo… El consenso no es la meta, sino apenas la base sobre la cual quizás puedan integrarse los diferentes puntos de vista, en orden a construir un acuerdo posible, ya sea teórico o práctico. Es que no se trata de abdicar del yo para cancelar las diferencias, sino de elegir la propia inscripción en la historia del conflicto. Hay que elegir. De eso se trata. Se trata de resolverse a cambiar, y el acuerdo ha de ser expresión de esa resolución. Pero ¿en qué consiste cambiar? No es cambiar en un sentido trivial, sino elegirse, aceptarse. Decidirse a cambiar no es un mero “producto” táctico secretado por el procedimiento al modo de un acuerdo, sino el llegar a hacer propia la inscripción en la historia del conflicto. Eso es elegirse a sí mismo: reconocerse en la alteridad.
Esto no consiste en realizarse y darse un contenido por un movimiento negativo contra su término contrario. Porque de ese modo uno estaría reproduciendo en su seno el término que rechaza. O sea: se reflejaría y se amaría a sí mismo a través de la diferencia del otro (rasgo identificatorio narcisista).
Cambiar tampoco significa consensuar, desembarazarse de la falta negando la negación. Cambiar no significa operar ninguna síntesis, ninguna convergencia, ninguna reconciliación de la contradicción, ninguna exclusión del sujeto.
Cambiar no equivale a revocar las diferencias. No es “sanar”.
Cambiar significa transformarse: aceptar la herida abierta por el conflicto y darle una significación ética. Cambiar es interrogarse. Se trata de un nuevo nacimiento simbólico. Darse a luz en una nueva elaboración simbólica de la convivencia. Una nueva expresión del deseo de vivir juntos. Una expresión del coraje de acercarse a lo real.
La Mediación no está llamada a ser la “baby-sitter” de la conflictividad, para abaratarle los costos por procesos judiciales a los amos de la sociedad, sino que persigue un cometido más fuerte y ambicioso de cara al desarrollo de una renovada aptitud para la cultura en la humanidad. Ambiciona algo vitalizante, y no un mero consenso tan plácido como mortífero. Al respecto, cabe señalar que la “resolución” del conflicto no equivale primo et per se a su ilusoria cancelación mediante el acuerdo, sino al modo de resolverse el sujeto a afrontar el conflicto inherente a su existencia. Entonces: no se trata de no discutir, sino que, antes bien, se trata de lo contrario; esto es, de darse a luz en la profundización de la discusión política. Pero esto no significa un mero reivindicar una suerte de derecho individual “democrático” de poder hacer escuchar su voz o dar su voto; es decir, hacerse escuchar en algo. Si así fuera, la Mediación sería la institución del pequeño yo de cada uno, congruente con una conceptualización débil de la democracia. No se trata de eso. Lo que intentamos decir es otra cosa. Algo con un sentido más fuerte. Algo referido al problema de las comunidades, algo referido al lazo social… intentamos decir que el hablante no es sin el otro oyente, sin su semejante. Soy instituido como sujeto cada vez que el otro, otro cualquiera, sale a mi encuentro y me busca no en mi imagen, no en lo real de mi cuerpo, sino en lo que digo, en lo que puedo decir. Me busca como lo que se dice en mi articulación. Me busca al nivel de la palabra. Pero no me confunde con lo que articulo, porque aunque me encuentra representado por la palabra, por todo lo que digo, comprende que no soy todo lo que digo. Soy también una incógnita, una apertura. No lo sintetizable, sino lo analizable. No un ideal. No “algo” reductible a una idea más o menos consensuada. Soy alguien. Soy apenas un arreglo singular tratando de abrirse camino en el orden de los lazos sociales, incidido por el discurso colectivo, pero en el que persiste algo que no anda, algo que no coincide con lo prescripto, algo no conforme, y que, empero, reclama reconocimiento y reciprocidad, respeto a su singularidad. Soy también, entonces, lo polémico.
Lo dicho hasta aquí nos permite extraer algunas consideraciones tales como:
La Mediación no consiste en cancelar el conflicto, sino en abrirlo dándole trámite por la palabra. No se trata de allanar las cumbres, sino de sudar en los valles. No se trata de evitar los conflictos, sino de saber descender a sus entrañas, provocarlos, hacerlos emerger, visibilizarlos y problematizarlos. Hay que saber profundizar las beligerancias.
NOTAS.
[1] Nos referimos a las diferentes formas de “pelea”, ya sea que se trate de la agresión física sin mediación de palabra, o a la contienda entablada mediante la interposición de terceros que hablen en lugar de uno. Empero, como último recurso para mantener el conflicto en el territorio del lenguaje, cabe recurrir al litigio judicial y al servicio de abogacía cuando al individuo ya no le basta lo que de la comunidad se expresa en su capacidad de habla propia, sino que se encuentra inmerso en un conflicto que excede su capacidad al punto de requerir del auxilio de lo que de la comunidad se expresa en esa forma de habla común que llamamos ley. Tal es el sentido dado por los griegos al término “nomos”: ayuda y protección para permanecer en el ser.
[2] “Agonistés”, en lengua griega significa: luchador, arte del atleta.

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