Los duros vaivenes de la vida
- Claudio Altisen
- 1 dic 2012
- 10 Min. de lectura
LOS DUROS VAIVENES DE LA VIDA.
Tyché: la angustia por destitución subjetiva en la emergencia de lo real sin Otro.
¿Qué pensar sobre de los vaivenes de la vida?
En el siglo primero después de Cristo, el filósofo romano Séneca observaba que la realidad tiene dos características cruelmente desconcertantes: por una parte, continuidad y seguridad, incluso durante generaciones; pero, por otra parte, accidentes y cataclismos no anunciados que nos sorprenden de sopetón. Nos descubrimos continuamente escindidos entre una invitación a asumir que mañana será un día más o menos igual al de hoy, y la posibilidad de enfrentarnos a un suceso espantoso después del cual nada volverá a ser lo mismo. Los ejemplos abundan: la caída de un avión en medio de un viaje de vacaciones, un accidente automovilístico en medio de una rutinaria mañana de compras, el atragantarnos con una espina durante un simple almuerzo, olvidar abierta una llave del gas, etc. Y después de eso: muerte, mutilación, y toda una catarata de horrores sin cuento.
Ante este aspecto ominoso de la realidad, Séneca invocaba a una diosa. Su nombre era Fortuna (que en griego se dice Tyché, para significar lo accidental, lo azaroso; es decir, la buena o mala suerte). A esta diosa se la podía ver en el reverso de muchas monedas romanas. En una mano sostenía la palanca de cambio de un timón, y en la otra una cornucopia o cuerno de la abundancia. La cornucopia simbolizaba su capacidad de conceder favores: dinero, progreso, amor, salud, etc. La palanca de timón era símbolo de esa otra facultad más siniestra de cambiar los destinos. La diosa, lo mismo podía conceder dulcísimos favores, que dar un golpe de timón con una velocidad aterradora. Siempre es igual: Fortuna lo dispone todo, y no podemos sustraernos a sus disposiciones. Pero, según Séneca, en algo podemos siempre distinguirnos ante eso que es siempre igual: podemos cambiar nuestra actitud. En efecto, dado que la fortuna nos hiere siempre y podemos esperar de ella cualquier cosa, Séneca propone que tengamos siempre presente la posibilidad de sus golpes de timón. Al respecto, entonces, nos propone que pre-meditemos en el hecho cierto de que la realidad no se amolda sin más a nuestros deseos. Vale decir que en el seno de toda frustración anida una estructura básica: la colisión de un deseo con una realidad inquebrantable. Lo que tenemos que aprender, entonces, es a no agravar la terquedad del mundo con nuestras propias reacciones: arrebatos de furia, autocompasión, ansiedad, amargura. Escribió Séneca:
«La fortuna nada otorga en propiedad. Nada hay estable, ni en privado ni en público; tanto el destino de los hombres como el de las ciudades cambia. (...) Todas las obras de los mortales están condenadas a morir, vivimos en medio de cosas perecederas. [Hombre], has nacido mortal, has parido mortales. Piensa en todo, espéralo»
«Cada vez que uno caiga a tu lado o a tu espalda exclama: No me engañarás, Fortuna, ni me sorprenderás confiado o descuidado. Sé qué andas maquinando: has golpeado a otro, pero me buscabas a mí»
¿Es injusta la Fortuna? Al respecto, Séneca nos invita a pensar de otro modo: no todo lo que nos sucede a nosotros, ocurre con referencia a algo sobre nosotros. La diosa Fortuna no es un Juez. Ella no premia ni castiga a nadie. Sus intervenciones no siguen un esquema punitivo, sino que simplemente incorporan un ingrediente azaroso (tyché) a los destinos humanos.
¿Qué significa esto? Pues que los repentinos golpes de timón con los que la diosa nos sorprende en medio de los vaivenes de la vida, hacen colapsar el saber del que nos suponíamos poseedores. Caen estrepitosamente las seguridades en las que nos apoyábamos hasta entonces. Se asemeja de algún modo a lo que Georges Bataille llamaba “la experiencia de los límites”. El azar irrumpe en la trama de la vida y nos desengaña, pues derrumba las pretensiones de control, poniéndonos así de cara a nuestra limitación y falibilidad. La premeditación a la que Séneca invita, entonces, consiste en una disposición a pensar anticipadamente en el pasaje de la certeza del yo al saber de sí del sujeto. Precisamente, el desengaño es la experiencia de salida de la certeza del yo. El desengaño desmiente lo que se creía saber, y desencadena la reflexión. Mejor dicho: deja abierto el camino a un posible despliegue ulterior de la reflexión del sujeto sobre sí mismo. Más aún: estamos hablando aquí de una experiencia de “destitución subjetiva”, que connota una negativización del sujeto. Donde estaba la certeza, viene una negativización. Una negativización que define un punto de finitud; esto es: un punto de pasaje que no equivale a un final… pues la reflexión debe proseguir. Pero ha de proseguir a partir de esa postura posible del sujeto que denominamos “destitución subjetiva”.
Con la expresión “destitución subjetiva”, Jacques Lacan sustituye la fórmula freudiana Wo es war, soll Ich werden (donde Ello era, debo yo advenir); esto es: el yo resulta destituido, cae de su pedestal de supuesto saber. Ahora bien, dado que los fortuitos golpes de timón son una infinidad impredecible, entonces hay que hablar en plural de “destituciones”. Veamos:
Hay destituciones saludables (programables discursivamente) en algún punto parangonables con la premeditación de Séneca, que se producen dentro del trabajo psicoanalítico, y también fuera del análisis. Son saludables aquellas que resisten a la destitución real, mediante un cambio de actitud; es decir, tomando la posición del sujeto destituido, como consecuencia de un trabajo analítico.
Hay destituciones insalubres (por encuentro con un real) como la de los que se dejan aplastar por la realidad que les sale al cruce, o la de los que se dejan instrumentar como si fueran meros objetos manipulables. Decimos que son insalubres porque hacen sufrir al sujeto y no le sirven para nada. Se aprecian, por ejemplo, en las quejas de los “yoes”: nos tratan como una piltrafa, no nos escuchan, etc. Asimismo, hemos de reconocer que hay algo útil cuando al menos sirven como “señal”; es decir, como una primera emergencia o “cautela” que empuja a retroceder, o sea que permite al sujeto orientarse para no ir a ver demasiado cerca (digamos), y así no resultar desbordado, no caer, no ser aplastado.
Ya sea que se trate de destituciones saludables o insalubres, está visto que son plurales. Por ejemplo: existen discursos como el “analítico” (programación de operaciones de discurso) o el del “amo” (institución disciplinaria, empresa capitalista) que destituyen, y también existen destituciones que surgen en dos tipos de fenómenos que causan extrañeza al sujeto: a.- cuando desaparece algo esperado, y b.- cuando aparece algo inesperado. En ambas coyunturas de la vida se evoca a un objeto ausente, ya sea como pérdida (falta) o como aparición (falta de la falta). Estos dos tipos de fenómenos (la sustracción o la convocatoria, donde se da la inminencia de un objeto) hacen surgir la angustia como una forma de defensa ante la irrupción salvaje de lo real, porque ese afecto de alcance ontológico llamado angustia aparece siempre en el sitio de la separación, en el sitio de la falta, en el sitio de lo innombrable. Donde se sabe lo que va a pasar, no hay lugar para la angustia. Pero el sitio de la angustia es el sitio vacío, el intervalo donde no hay significante (una página blanca vacía de significante), donde no se es “alguien” sino “algo”, donde una alteridad omnipotente invade y desborda al sujeto. Desbordamiento del real (el goce de otro) en el imaginario; es decir, fuera de lo simbólico. Desborda al sujeto, lo achica, lo angosta, lo angustia… lo coloca a merced de la alteridad, lo destituye subjetivamente al reducirlo a la condición de ser un mero “objeto” en las manos de otro. El sujeto angustiado tiene la percepción de reducirse a su cuerpo. Es algo así como una epifanía del “ser-objetal” en un sujeto (no soy alguien, pero algo soy: al menos soy lo que otro predica o goza sobre mi… tú eres, tú debes ser, tú serás, etc.). Desaparece entonces el sujeto de la palabra. Es decir que, así, la destitución es un momento de discontinuidad, de detención, de corte, de inmovilidad, de abismo, de mutismo aterrado. En el momento más álgido desaparece incluso la posibilidad de dirigirse al otro. El sujeto está excluido, en suspenso. Descompletado. Destituido frente a la emergencia de lo real sin otro. Es decir: de golpe se pierden los puntos de referencia. Algo se pierde en realidad.
Pero la angustia no es sin objeto, porque el objeto ausente en ese horrible sitio vacío sigue siendo el referente de la angustia, su amarre. Dicho en otras palabras: algo se imagina, algo sigue siendo evocado en los fenómenos que causan extrañeza, pero el sujeto teme ser ubicado exactamente en el lugar vacío que evoca un objeto enigmático (lo desconocido que aparece), y por eso se aferra desesperado a su yo, en el preciso modo de hacer queja, de hacer ruido con su sufrimiento, de lamentarse.
Esta consideración sobre el objeto nos lleva a hacer otra consideración emparentada, porque el hablar de destitución supone la institución previa: la cadena constituyente de la que cada quien procede, su historia, su biografía. Pues bien, diremos entonces que las operaciones discursivas a lo largo de la vida producen un sujeto instituido, fijado o capturado como un “yo” (el pequeño yo de cada uno). El yo del ciudadano, del elector, del cliente, etc., o sea, el de todos los que reivindican el poder hacer escuchar su voz y dar su voto, hacerse escuchar en algo.
Esa ilusión de individualidad absoluta, cerrada y llena de certeza, es lo que el “análisis” deshace, destituye, abre, desnudando la falla de todo cierre. Pero, sin embargo, cada vez que sucede una catástrofe (una destitución por encuentro), por ejemplo, no se brinda contención sino consuelo; es decir que se manda a un equipo de terapeutas “psi” para que vayan a dar “quitapenas” a los damnificados, brindando amparo y consuelo, haciendo que las víctimas puedan hacer oír su voz: su queja o, mejor dicho, el ruido de su sufrimiento (lo cual equivale a un pasaje al acto como respuesta a la angustia, pues el rasgo común del acto y de la angustia es la certeza, la horrible certeza de la angustia). Antes bien, en las intervenciones en crisis los profesionales intervinientes no deberían obturar la falta ofertando consuelos narcotizantes (para que el sufrimiento no sea tan ruidoso), sino que deberían sostener en la escucha las posibilidades que cada individuo tenga de franquear la angustia, de atravesar el horror de saber, de soportar ser lo que no se puede cambiar. En tales circunstancias no se puede hacer más que brindar sostén, acompañar, y dejar al sujeto elegir. Esa es la dimensión ética de la intervención en situación de crisis.
Volvamos a la célebre fórmula freudiana Wo es war, soll Ich werden (donde Ello era, debo yo advenir), que ahora podríamos reformular del siguiente modo: donde eso era, debo acostumbrarme a ser. O mejor: debo soportar ser. Ese es el principal deber de todo ser vivo: soportar su existencia… la suya. Es que un sujeto puede cambiar de posición ante los sucesos de su vida, puede cambiar la manera de tratar lo real, pero siempre según su peculiar forma de ser o de responder a lo real, pues no se cambia de estructura, no se cambia el modo individual y típico de responder a lo real. Entonces: yo acepto soportar ser en ese lugar.
Finalmente, cabe agregar que en toda destitución acontece un “no hacer nada en contra”, lo cual no es lo mismo que “aceptar”. Si pensamos en términos de una destitución saludable, estamos refiriéndonos al coraje de acercarse a lo real. Enfrentar sin vacilar. Continuar pase lo que pase. Es que el sujeto destituido no es un sujeto fluctuante, sino todo lo contrario: es un sujeto abierto a lo real, limitado y decidido a la vez. Un sujeto que no retrocede. He ahí una diferencia con la angustia, que empuja a retroceder. Pero si pensamos en términos de una destitución insalubre, diremos que el momento de angustia es la petrificación frente al peligro. El sujeto no se mueve, porque su actitud es resultado de la evitación, de la acción de huida.
Las catástrofes naturales, por ejemplo, quizás un terremoto, una inundación, un grave accidente o cualquier suceso similar, son una destitución real del sujeto. Aplastan a los sujetos. ¿Y cuál es la respuesta de los seres hablantes a esas destituciones que vienen de lo real? Es siempre la misma: fomentar la llamada al Otro. Entonces se interpela a Dios, se busca a los responsables del agujero en la capa de ozono o algún otro que pudiera saber y responder por lo ocurrido. En cualquier caso, hay en esa actitud un llamado… Es que esa es la defensa intentada contra el real que irrumpe: la llamada al Otro. ¿Qué hacer con eso? Cuando uno se topa con un real, llama al Otro para dar cuenta, para explicar lo real. Porque el Otro sirve para tapar, para compensar la destitución. Entonces, eso es lo que en las intervenciones los psicólogos debieran escuchar (abrir, destapar): el llamado (o sea la posibilidad de demanda, la capacidad de “trato” con lo real, que ese llamado habilita, mejor que “dar respuesta” a la necesidad, que es el ruido del sufrimiento nada más). El psicólogo no ha de intervenir como agente ocupado en tapar lo real dando consuelo a la queja en sí.
Se comienza a intervenir escuchando la llamada, porque se intenta curar un poco de lo real con la atribución de sentido, porque el goce de sentido es subjetivable. Se trata así de “des-realizar” un poco, lo cual quiere decir “conectar con algo simbólico” que le permita al sujeto enfrentar mejor la destitución que proviene de lo real. Pero la intervención no para ahí, porque la escucha de cuño analítico no busca obturar la falta repartiendo consuelos, sino ayudar a hacer pie en el territorio de la palabra, para desde ahí movilizar la articulación de una significación posible para el sujeto en orden a soportar ser en su padecimiento. El psicólogo ha de ayudar a que el discurso del sufriente gane en consistencia, para que su estructura no colapse. Para eso ayuda a sostener el vector asociativo en las expresiones del sufriente. Esas expresiones ruidosas del dolor de existir, ubican al sujeto como objeto frente al otro deslizándose por dos vertientes afectivas: la vertiente depresiva (derrotista) y la vertiente maníaca (exultante).
La intervención de los profesionales “psi”, entonces, ha de consistir en acompañar al doliente desde la escucha, sosteniendo su capacidad de pensar, no lo que le sucede, sino en lo que le sucede. Dicho de otro modo: la intervención ayuda a tratar lo real. Ayuda a disponer todos los arreglos del discurso para acercarse a lo real. El psicólogo ha de disponer el discurso para hacer pantalla a lo real. Así, el amor hace pantalla a la angustia. Si hay otro nombrado y nombrante, entonces la angustia puede ser sobrepasada. Es decir: la angustia soportable da al sujeto un advenir a una posición subjetiva de cercanía consigo, en la verdad.

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