¿Tratamientos con el manual en la mano?
- Claudio Altisen
- 28 ago 2013
- 11 Min. de lectura
CON EL MANUAL EN LA MANO...
Sobrevivientes de catástrofes: la imposibilidad de tratamientos estándares.
De diccionario: La normalización o estandarización es la redacción y aprobación de normas que se establecen para garantizar el acoplamiento de elementos construidos independientemente…
Otra definición de diccionario: Se conoce como estandarización al proceso mediante el cual se realiza una actividad de manera estándar o previamente establecida. El término estandarización refiere a un modo o método establecido, aceptado y normalmente seguido para realizar determinado tipo de actividades o funciones. Un estándar es un parámetro más o menos esperable para ciertas circunstancias, y es aquello que debe ser seguido en caso de recurrir a algunos tipos de acción. Lo estándar es lo normal, lo seguro.
Todo bien, pero, cuando hablamos de seres humanos… ¡Ay de lo normal!
El pensador francés Michel Foucault hacía pie en el pensamiento de Georges Canguilhem para señalar que la norma es una construcción social y portadora de normalización. En tanto que normalizadora, entonces, la norma propende a la construcción de una mirada que sitúa a los “anormales” (los enfermos, pecadores y delincuentes) en el lugar de los “objetos”, es decir que ya no los contempla como a “sujetos”. No hay, por consiguiente, una normatividad biológica, sino social. En consecuencia: la norma, entendida como regularidad uniforme e incorruptible, es una tecnología de la sumisión. Esto significa que opera una mirada mecanicista que reduce lo humano a la suma de sus comportamientos. Desde esa mirada sin sujeto e invocando razones biológicas, se pretenden “explicar” las diferencias, de manera tal que resulten aceptables las discriminaciones existentes en la sociedad y los castigos a los infractores respecto de la regularidad. Por este camino, tanto Foucault como Canguilhem veían en ese tipo de ideas sobre la “normalidad” un desborde de las pretensiones y alcances de la ciencia. En efecto, se preguntaba Canguilhem: ¿Acaso la normalidad es la sumisión a un orden mayoritariamente aceptado? En su opinión, los fenómenos patológicos son idénticos a los fenómenos normales respectivos, salvo por variaciones cuantitativas. Lo patológico, lo enfermo, lo mórbido, lo anormal, entonces, está relacionado con lo normal. Solo sucede que en la enfermedad la existencia está sacudida, puesta en peligro, empequeñecida en su capacidad para responder a las exigencias de una norma anterior a su estado. En consecuencia, la curación no tiene nada que ver con un retorno a un estado anterior “normal” (no consiste en “normalizar” al anormal), sino más bien con darse nuevas formas de vida, a veces incluso superiores a las antiguas. Dicho sea de paso, resulta interesante citar al respecto un sugerente fragmento de Rainer María Rilke en Cartas a un joven poeta:
“Debe pensar que algo sucede en usted, que la vida no lo ha olvidado y que lo tiene en sus manos. Ella no lo abandonará. ¿Por qué quiere excluir de su vida una inquietud, un dolor, una melancolía, no obstante ignorar cómo trabajan en usted esos estados de ánimo?... Usted bien sabe que se encuentra en evolución y que nada desea tanto como transformarse. Si alguno de sus procesos es enfermizo, piense que la enfermedad es el medio por el cual un organismo se libera de lo que le es ajeno. Entonces, es preciso ayudarle a usted a estar enfermo, a sufrir íntegramente su padecimiento y a hacer que este irrumpa, pues constituye su progreso”.
Las ideas de Canguilhem sobre “lo normal y lo patológico” invitan a pensar una nueva teoría de la norma. Una teoría que permita pensar lo normal y lo patológico de manera conjunta, para restablecer la primacía de la subjetividad; es decir, de una existencia que se relaciona con su medio. El sujeto es intrínseco a lo vivo, es existencial, biográfico más que biológico, y está determinado por el lenguaje. No se lo debe perder de vista al hablar de “lo normal”. En consecuencia, según Canguilhem, no se debe pensar lo patológico al modo cientificista clásico, como “una alteración del estado normal”; pues así se parte de lo segundo para explicar lo primero. Más bien hay que pensarlo sin perder de vista a los individuos concretos. Hay que explicar la enfermedad introduciendo el punto de vista del enfermo. Hay que entender que la enfermedad es lo que molesta a los individuos en el ejercicio normal de sus vidas, y que los hace sufrir. Entonces: el punto de vista del enfermo, del oprimido, del sufriente, es el único capaz de juzgar acerca de la normalidad.
Para comprender esto, no hay que perder de vista que, en lo vital, la patología es un sentimiento de impotencia. Además: lo anormal es tan normal como lo normal, puesto que ambas realidades dependen de la organización de lo vivo. Dice Canguilhem: “Lo anormal no es tal por ausencia de normalidad. No hay ningún tipo de vida sin normas de vida, y el estado mórbido es siempre una cierta manera de vivir”. Entonces, cuando la ciencia proclama desde el laboratorio qué es lo normal, solo determina cuáles son los ritmos estabilizados de la vida que resultan aceptables dentro de un cierto orden. Los trabajos de investigación que nos dan la intelección de esas regularidades, son muy útiles; pero esa mirada no resulta socialmente valiosa cuando pretende suplantar la escucha y la observación directa del ser humano sufriente, en concreto. Cangilhem fue siempre un pensador hostil al dogmatismo y al reclutamiento.
El pensador italiano Giorgio Agamben prosigue estas reflexiones en la línea de Foucault y Canguilhem, y las amplía señalando que el orden socialmente imperante en nuestro tiempo depende en mucho (demasiado) de los peritos del biopoder que exploran al sujeto a través de una imaginería cerebral, prescindiendo de la historiografía y de sus interrogantes. En efecto: el biopoder es el arte de gobernar a las gentes mediante las ciencias ligadas a la biología. Es decir: en la línea de los fisiócratas de la Modernidad, los actuales biócratas –ávidos de diagnósticos, preocupados hasta la obsesión por promover manuales para garantizar tratamientos “eficaces” y por aportar las pruebas de la validez de sus investigaciones– operan en la sociedad un proceso de cálculo y selección de los individuos, por el cual obtienen prestigio, poder político e importantes beneficios económicos.
En la estela de estas reflexiones podemos afirmar que los tratamientos estandarizados que se encuentran expresados en minuciosos protocolos y manuales de procedimiento, encuentran su fundamento en el principio de autoridad disciplinaria. Ahora bien, la disciplina así entendida tan solo consiste en producir norma, normalizar; es decir, obligar a un cumplimiento. Sin embargo, no parece que pueda llamarse “eficaz” a un trabajo clínico orientado a “normalizar” al otro obligándolo a aceptar algo que no ha elaborado él mismo. En otras palabras: de nada sirve brindar respuesta prearmadas para preguntas que aún no han sido formuladas.
Entonces, de cara al avance de la biocracia, el desafío actual consiste en resistir a la biologización y terapización de las mentes, sin ceder a la resignación ni tampoco a un humanismo simplista (religioso o no) basado en la buena conciencia y en la racionalidad.
Élisabeth Roudinesco en su libro “¿Por qué el Psicoanálisis?”, explica que es tributario de la biocracia, por ejemplo, el “culto a las víctimas” de un traumatismo. Ese “culto” es el equivalente al determinismo biológico que da entender que los sobrevivientes de una vivencia terrible serán eternos lastimeros a causa de una herida imposible de cicatrizar. Sigmund Freud (al renunciar a la teoría de la seducción) se alzó contra ese prejuicio tenaz. Según Freud nunca nada está jugado de antemano; vale decir, la desgracia no está inscrita en los genes o en las neuronas. Cada sujeto tiene una historia singular, y ésta lo hace reaccionar de manera diferente de otro en situaciones idénticas. En consecuencia, un sufrimiento subjetivo no puede explicarse por un traumatismo real considerado en sí mismo. Vale decir: un traumatismo, una huella visible que se supone inscrita en la memoria, no basta (como pretenden los biócratas) para explicar los desórdenes subjetivos.
Es por eso que decimos que la estandarización en el terreno de las psicoterapias presenta riesgos y dificultades, pues obliga a la homogeneidad: ejerce una presión modeladora sobre “lo no conforme”, normaliza; esto es: quita responsabilidad, desubjetiva. El principal medio “terapéutico” (?) para conseguir sus propósitos no consiste en alojar la subjetividad, sino en “persuadir”, porque el tratamiento normalizador pretende introducir en el individuo el saber del Otro para no saber el saber del que es sujeto. El propósito que persiguen es “curar” la disfuncionalidad del individuo, logrando adaptar el individuo a las exigencias de normalidad de la sociedad donde se desenvuelve.
Por el contrario, en un tratamiento de orientación psicoanalítica, los profesionales intervinientes procuran precaverse muy bien del riesgo de convertirse en el gran Otro que sabe y dice la verdad. Evitan postularse como ideal. Y esto porque lo que se busca es la transformación, y no la normalización. O sea: no se trata de ajustar el sujeto a un saber previo detentado por los expertos, sino en dar un advenir, dar una expectativa de porvenir al deseo del sujeto. Es que el psicoanálisis no es una ciencia del comportamiento (no es una ciencia formal ni fáctica), sino una ciencia principalmente hermenéutica que se vale de constructos teóricos. Recién luego, es también un arte terapéutico, pero eso no significa que sea una opción psicoterapéutica más entre otras igualmente a la mano. Es más, el psicoanálisis no es primo et per se una psicoterapia, aun cuando de hecho existan psicoterapias que toman al psicoanálisis por base de sustento teórico y procedimental.
Si bien es cierto que los psicoanalistas se valen de algunas tipificaciones de los discursos de los sujetos, eso no equivale a estandarizar a los individuos.
También es cierto que los tratamientos estandarizados mediante el uso de manuales han facilitado la investigación científica en el campo de las psicoterapias, porque suponen una “operativización” de las variables del tratamiento. Pero si decimos que cada sujeto reacciona de manera diferente de otro en situaciones idénticas en razón de su historia singular, entonces la estadística carecerá de valor suficiente para establecer un estándar, porque las unidades incluidas en sus series presentarán escasa homogeneidad. Ante esto podemos decir que la manualización corre el severo riesgo de promover ortodoxias, convirtiendo al psicoterapeuta en un mero “ingeniero técnico” que se limita a aplicar soluciones prescriptas y ya conocidas, en lugar de convertirlo en un “arquitecto” que estudia el (siempre único) problema presente y que aplica la mejor solución que es capaz de encontrar.
En nuestra opinión, la principal dificultad radica en que esas investigaciones y las ulteriores estandarizaciones en las que desembocan, tienen la impronta de un saber-disciplinario que pretende atrapar al sujeto, objetivándolo para luego manipularlo acorde a las exigencias de las tecnologías del dato, propias de los modelos burocráticos-autoritarios. El sujeto queda así eclipsado detrás del cálculo. Resulta in-diferente... para la mente que calcula sobre la utilidad, pero que no pregunta por el sentido. Los estudios de este estilo evalúan una contabilidad humana con la cual fijan (estandarizan) las diferencias individuales, haciendo entrar la individualidad en el campo documental. En consecuencia: indiferentes a la diferencia obligan a la homogeneidad, normalizan...
Esta es una tendencia creciente en el mundo de las psicoterapias que transitan por espacios decididamente mercantilizados o ideológicamente afines. La “manualización” (o estandarización) de los tratamientos es la tendencia económicamente más segura en los servicios de salud, pero, de alojamiento de la subjetividad, ni hablar. En esos manuales se ofrecen descripciones de diversos procedimientos para administrar soluciones a problemas específicos, en forma muy estructurada. Con esos dispositivos terapéuticos los terapizadores de las mentes pretenden responder a una demanda cultural de eficacia sin interrogación, de eficacia sin pensamiento ni palabra. Una eficacia “manualizada”.
Respecto de la eficacia buscada en la atención a sobrevivientes de catástrofes, por ejemplo, los psicoanalistas tienen algo para decir en el tratamiento de los traumatizados. Hay que tener en cuenta que los sobrevivientes traumatizados no pueden olvidar las imágenes del espanto. Son sujetos que no tienen descanso, y todo su interés, toda su libido, está captada por el recuerdo del momento traumático. Lo traumático es para ellos un olvido imposible; es decir, sufren de su memoria. Dicho de otro modo: el olvido imposible no es una memoria, sino lo contrario; vale decir que el olvido imposible es una falta de memoria. En efecto: la memoria es disponer de un conjunto de signos en los que el sujeto se puede reubicar cuando convoca su memoria. Pero el olvido imposible del traumatizado es el retorno de algo en lo que el sujeto no se ubica, no se reconoce. Por eso el retorno del trauma es en sí mismo traumatizante. Es que la estructura del trauma es una estructura de forclusión. De forclusión (o “rechazo”) en un sentido preciso; es decir, un real que no tiene su correspondiente en la memoria, en lo simbólico, en la inscripción. El trauma es lo real forcluido, lo real en exceso, lo imposible de soportar. Sufrimiento, terror inevitable. No hay recursos frente a su irrupción. Lo real forcluido implica la no-atribución subjetiva: el sujeto no se reconoce implicado, se reconoce aplastado, víctima, pero no toma parte. Entonces: el traumatismo en su impacto es real, pero las secuelas son siempre del sujeto… o sea que su abordaje no se puede manualizar, porque no hay una relación biunívoca entre un traumatismo y los efectos en los sujetos. Grosso modo: 1.- si un psicótico encuentra un real lo registra, anota el golpe, pero 2.- un neurótico amortigua, filtra, hace pantalla a lo real, pone un colchón entre él y los golpes. Es decir que en los períodos llamados “de trastorno” puede verse favorecida en más o en menos la eclosión de la locura o de la neurosis, dependiendo de la constitución subjetiva de cada quien. Con esto intentamos decir que no hay tratamientos estándares porque no hay traumatismos estándares, no hay sujetos estándares, y no hay secuelas estándares. “No hay”… porque los mismos sujetos no tienen la misma predisposición al traumatismo, y lo que traumatiza a uno no traumatiza a otro. En consecuencia, no puede haber tratamientos estándares para lo que no es estandarizable.
Por cierto, estos debates no son nuevos. La neurosis traumática fue definida en 1889 por Hermann Oppenheim, quien la describió como una afección orgánica consecutiva a un traumatismo real que provocó una alteración física de los centros nerviosos, acompañada de síntomas psíquicos: depresión, hipocondría, angustia, delirio, etc. Al principio de sus indagaciones clínicas, Sigmund Freud hizo empleo de esta categoría de neurosis, pero trasponiéndola desde lo orgánico a lo psicológico. Luego, con la Primera Guerra Mundial se reactivó el debate, porque los militares necesitaban soldados en el frente de batalla y para eso trataban de desenmascarar a los simuladores, sospechados de ser falsos enfermos; es decir mentirosos, desertores, malos patriotas. En su pretendidamente patrótica intención de desenmascarar simuladores, los militares avalaron el empleo sistemático de brutales tratamientos. Aquellos procedimientos terapéuticos no apuntaban a restablecer al enfermo, o no apuntaban a esto en primer lugar, sino sobre todo a restablecer su aptitud militar.
Al respecto, en Viena, en 1920, se produjo el primer gran debate sobre el estatuto de la neurosis de guerra. Por aquel entonces se acusó al psiquiatra Julius Wagner-Jauregg de haber utilizado un tratamiento de choque eléctrico para atender a soldados presuntamente afectados de neurosis de guerra y considerados simuladores. Freud fue convocado como experto por una comisión investigadora, para que diera su opinión. En el informe, Freud criticó con dureza al método eléctrico y a la ética médica de quienes lo utilizaban. Recordó que el deber del médico es siempre y en todas partes el ponerse al servicio del enfermo, y no perderlo de vista poniéndose al servicio de cualquier poder estatal o bélico. El cuidado de la dignidad humana exige restablecer la primacía de la subjetividad. Es decir que está muy bien ser metódicos y organizados (porque los procesos deben ser viables, esto es: pensados a partir de lo posible), pero nunca se debe priorizar la obediencia a un procedimiento (ni mucho menos manualizado) en detrimento del punto de vista del enfermo.
* * *
Una reflexión final, de la mano del psicoanalista argentino Emiliano Galende:
La gran utopía de la cultura actual, en la que naufragan muchas de las propuestas y los ideales de la salud mental, es la creencia de que todo lo que le sea presentado en la bandeja de la ciencia (aun cuando no sea ciencia), promete que la felicidad individual y colectiva se logra con consejos o prescripciones técnicas de “especialistas” que saben en qué consiste poseer una conducta, un aspecto y un existir “normal”.

Comments