Resiliencia: el alojamiento en lo propio.
- Claudio Altisen
- 28 ago 2013
- 11 Min. de lectura

EL ALOJAMIENTO EN LO PROPIO.
Resiliencia: la confrontación con una excitación intratable. [1]
Freud define un “peligro real” como una excitación intratable. Es interesante porque esta expresión no señala cuál es la causa del exceso de excitación, pero subraya que resulta intratable. O es algo que viene de afuera (en las diversas catástrofes), o es algo que viene de adentro (de lo pulsional). En los dos casos es excitación incontrolable, intratable, y es aquí, entonces, que entra en juego la noción de desamparo, la falta de recursos. En otros términos: estamos hablando de la falta de “resiliencia” [2]; esto es, la incapacidad de un sistema para mantenerse equilibrado, íntegro, frente a la irrupción de un elemento desestructurante.
Según Freud en su texto Inhibición, síntoma y angustia: “hay desamparo cuando el sujeto se encuentra confrontado a una cantidad de excitación y no tiene las fuerzas para soportarla, o canalizarla, o repartirla”. En esta definición hay dos elementos: por un lado, la cantidad de excitación; por el otro lado, las capacidades del sujeto de soportar, o de elaborar una excitación excesiva. Esto nos permite afirmar que, en el desamparo, la definición del trauma implica a lo real y al sujeto. Dicho de otra manera: que lo que traumatiza a uno no traumatiza a otro, y que, en consecuencia, no hay traumatismos estándares, pero en cualquier caso hay experiencia de desamparo. Estamos diciendo, entonces, que en esto hay que considerar unidad y diferencia:
Respecto de lo primero, Lacan señala que hay un punto de unidad, un “rasgo unario”, o factor común traumático en medio de esa diversidad fenoménica: ese punto traumático es la situación de desamparo. Un punto que lleva a una vez la marca de lo muriente (lo que se ha ido, lo sido) y de lo naciente (lo que adviene, lo por venir). La encrucijada entre despojo y posibilidad. Terrible tensión. Tal es el lugar donde acontece la venida a presencia (el presente, el presentar-se) del sujeto en el desamparo; es decir, en una experiencia de pérdida e impotencia, que es precisamente la generadora de una excitación insuperable. Experiencia siniestra, en la se pierden los puntos de referencia, se pierden las marcas que permiten asegurarse, como en la oscuridad. El sujeto se angustia porque algo pierde [3] realidad.
Respecto de lo segundo, diremos que los sujetos son diferentes en su disposición a ser traumatizados; es decir, a entrar en situación de desamparo. El encuentro con el desamparo es algo real, pero es la dimensión subjetiva la que determina la medida en que en algunos sujetos una pequeña cosa puede ponerlos en desamparo, mientras otros frente a situaciones extremas no entran en esa situación. Hay dos cosas bien determinantes en esa disposición: la fragilidad frente a ocasiones de angustia, y la capacidad de soportar la angustia. Esto produce diferencias subjetivas de mucha importancia. Frente a esas diferencias, la pregunta es: ¿qué grado de angustia puede soportar un sujeto sin deshacerse?
No es fácil soportar cuando hay poca disposición para afrontar pérdidas.
Es que vivimos en un régimen narcisista (caracterizado por no tener otro interés que sí mismo) que en nuestra época ha venido a ser un régimen muy cínico (descarado, desvergonzadamente mentiroso, indiscreto, despreciativo y burlón). “Narcinismo” lo llama Colette Soler. Se trata de un narcisismo cínico que no tiene otra cosa que hacer en la vida más que asegurar su promoción personal. Ahora es algo admitido que un sujeto no tenga más nada que hacer en su vida que dedicarse a sus cosas; es decir, a sus logros y realizaciones individuales. Es el objetivo del Narciso actual: “éxito ostensible” (entendido como promoverse a sí mismo mediante la búsqueda o la espera del aplauso).
En efecto, vivimos en un mundo donde el empuje a las performances es increíble en todos los niveles: trabajo, deporte, cultura, estamos en el período de los records. Y la angustia aparece precisamente cuando lo que se gana, cuando lo que se adquiere en la performance (el orgullo al nivel del funcionamiento capitalista, el talento para ser “exitoso”) se reduce a su uso de goce fálico, goce del poder. ¡Ay de quienes no logren entrar en los requisitos del éxito! ¡Ay, también, de los que aun habiendo entrado no se pudieran mantener ahí! La angustia correspondiente es la angustia de la impotencia y también la del éxito. La angustia del sinsentido ante las condiciones impuestas al individuo para su promoción. Esa es la principal angustia que amenaza al cínico narcisista que acaba perdiéndose en las futilidades del mundo, desapareciendo en el aparecer: la inminencia del sinsentido… ante el cual vemos aparecer la interrogación: “¿De qué me sirve todo esto? ¿A qué viene todo esto? ¿Qué puedo hacer de mi vida?” De ahí la forma actual de lo que Pascal denunciaba como “soluciones del divertimento” (divertisemmet). El divertimento actual se llama activismo. Es lo que permite olvidar el sinsentido fundamental de la vida. Da una sensación de lleno sobre vacío. Permite mantener ocupado a alguien en un hueco donde no hay nada.
Hace tiempo leí en un artículo periodístico por ahí, en el que se explicaba que tal es la prohibición del capitalismo: no está permitido el aburrimiento. Hay que mantenerse siempre ocupados, incluso cuando no se está ocupado en hacer negocios. Es obligatorio trabajar sin descanso, y es obligatorio divertirse sin interrupción, como en disneylandia. Vale decir: no está permitido pensar. Está prohibido el cuestionamiento, impidiendo así la posibilidad de pensar a la sociedad. El capitalismo prohíbe las horas oscuras y para eso tiene que incendiar el mundo. El capitalismo prohíbe el aburrimiento y para eso tiene que impedir al mismo tiempo la soledad y la compañía ¡Ni un solo minuto en la propia cabeza! ¡Ni un solo minuto en el mundo! ¿Dónde entonces? ¿Qué es lo que queda? El mercado; es decir, esa franja mesopotámica abierta entre la mente y las cosas, ancha y ajena, donde la televisión está siempre encendida, donde la música está siempre sonando, donde las luces siempre destellan, donde las vitrinas están siempre llenas, donde los teléfonos celulares están siempre llamando, donde incluso las pausas, las transiciones, las esperas, nos proporcionan siempre una emoción nueva. Es que el capitalismo lo tolera todo, menos el aburrimiento. Tolera el crimen, la mentira, la corrupción, la frivolidad, la crueldad, pero no el tedio. Y, en consecuencia, quien no se sabe aburrir, quien no sabe cultivar el tiempo de ocio, tampoco tolera el regalo… En efecto: el capitalismo no soporta ninguna relación gratuita, ninguna relación que no sea de intercambios mediados por el dinero, porque el individuo capitalista no tiene tiempo ocioso, pero tiene dinero (que es el soporte simbólico del poder).
En ese régimen de narcisismo cínico (sin ocio y sin regalo), los lazos sociales se resienten. Es patente que estamos sometidos a un régimen de competencia feroz, y que dicha competencia genera angustia. Asciende la rivalidad entre los individuos, porque el lazo con el semejante excluye el eros de la conexión subjetiva y es utilizado como un mero espejo; es decir, se utiliza la mirada del semejante para que cada Narciso se mida con otro Narciso. En efecto, el discurso capitalista excluye las cosas del amor. No tiene nada para hacer lazo social.
Vivimos en un discurso sin trascendencia; esto es: que no promete nada, ningún objetivo o perspectiva a la cual dedicarse y que sobrepase los objetivos individuales. Es un discurso muy cínico, porque aviva el fuego del pragmatismo cuando en verdad no hay en eso ninguna comprensión transformadora de las condiciones de la existencia, nada a qué dedicarse, ninguna aspiración de los sujetos, nada donde alojar la subjetividad. A lo sumo se inventan algunas nuevas y pequeñas causas más o menos “colectivas”: como cuidar al planeta separando la basura, o cuidar a todos los que sufren de algo que conmueve… pero, en definitiva, la civilización actual no empuja al sujeto a nada más que a ocuparse de sí mismo y, encima, en un nivel muy superficial. Empuja a mejorar la performance requerida para lograr la conformidad con las exigencias del discurso dominante.
Incluso el discurso psicológico pedagogizante (presente en padres, docentes y profesionales) también se articula con ese espíritu de la época, operando sobre los niños, particularmente sobre los niños escolarizados a los que se supone insuficientemente performantizados (o “desadaptados”). Es por eso que nos encontramos con niños sometidos a una terrible presión hacia las performances: los horarios dobles de escolaridad, y los cursos suplementarios fuera de la escuela, y el deporte, y la música, y la danza, y un largísimo etcétera más ligado al goce del adulto respecto del cuerpo del menor a su cargo, que al genuino interés y disfrute del niño. ¡Toda una locura! Y pensar que incluso hay pedagogos que, aunque dicen que hay que tomar recaudos para no estresar a los chicos con excesos de actividad, empero sostienen que la búsqueda de las performances ayudan a formar niños mejor “adaptados” para afrontar las futuras exigencias de la vida adulta. Dicen que sometiéndolos a esos disciplinamientos aprenderán a ser personas bien adaptadas y emocionalmente fuertes; esto es, resilientes.
En nuestra opinión, si se la mira bien, la resiliencia debe ser conceptualizada como algo bien distinto de eso.
No tiene que ver con la tan mentada “fortaleza yoica” del individuo para sobreponerse a las dificultades.
No es un asunto de adaptación a lo conforme.
En nuestra opinión, son las ideas del psicoanalista Willfred Bion las que están exentas del matiz individualista que suele teñir a la muy pedagogizada noción de resiliencia. Según Bion, el sistema nervioso del ser humano es inundado por un “caos” de estímulos de diverso orden. De esa confusión de experiencias sensoriales diversísimas, se sale a través del baño de lenguaje que la madre da a su hijo mediante una función que Bion llamó reverie (función de ensoñación o fantaseo) por la cual lo impensable se va mentalizando. Tal es, según Bion, el proceso de gestación psíquica y de desarrollo del pensamiento. Vale decir: así como en un principio tuvimos necesidad de ser contenidos en la matriz somática para poder nacer, también la gestación psíquica y el ulterior nacimiento y permanencia en el ser como hablantes, depende de la calidad de los vínculos que establecemos con los demás. Vínculos en los cuales sea posible el metabolismo mental, o sea donde se pueda descargar el peso de lo intolerable, displacentero, incomprendido o desubicado. Es que todo ser humano necesita de otro ser humano que lo contenga y lo ayude a elaborar. Es un asunto singular pero no individual. En efecto: la capacidad para mentalizar las propias experiencias, depende de la posibilidad de contar con alguien diferente de uno mismo que pueda acompañarnos en la tarea de contener, tolerar y pensar acerca de lo intolerable.
El punto que nos interesa destacar aquí es la importancia de alojar la subjetividad en la comunidad.
La resiliencia de cada sujeto (digamos) no es asunto de la fortaleza individual del yo, como de empresa privada o buen gerente de sí mismo, sino que depende de la fortaleza del lazo social en el que cada quien se encuentra a sí mismo junto a los otros.
Siguiendo a Castoriadis podríamos decir que tiene que ver con la inscripción de la subjetividad en los modos históricos de producción de sujetos; esto es: un sujeto que no es definido como simple efecto del lenguaje, sino como apropiación ideológico-ideativa de los modos con los cuales el instituyente produce subjetividad. El yo, bien entendido, tiene por función representar los modos coagulados con los cuales la subjetividad se instaura.
No se trata, entonces, de la mera capacidad de adaptación de un yo que percibe lo que pasa, pero no lo registra. No se trata de un yo afectado por la realidad sin darse cuenta de lo que lo afecta o de lo afectado que está. Más bien se trata de un sujeto que cobre conciencia de eso. Se trata de pensar en torno a la noción de resiliencia no perdiendo de vista que el psiquismo se constituye a partir de redes simbólicas, en las cuales las experiencias se entretejen.
La realidad, la realidad externa, la realidad ajena al aparato psíquico, son estímulos que le llegan al aparato psíquico, que influyen sobre él generando un desequilibrio que obliga a un trabajo de metabolización, de procesamiento, de digestión de esos estímulos, trabajo que garantiza el crecimiento psíquico. La aparición del pensamiento y de las formas más complejas del funcionamiento mental está directamente relacionada con la realidad externa que no es una, sino al menos dos: 1.- una realidad significada y significable, y 2.- una realidad no significada, exterior a la subjetividad e imposible de ser capturada no solo por el psiquismo, sino también por el discurso social. Es decir, una realidad traumatogénica. Una realidad social marcada por la miseria, ya sea material o simbólica.
En tales situaciones el yo está en riesgo de estallar ante lo inesperado atacante, o lo impensable repetido. En efecto, ante situaciones extremas los aspectos autoconservativos y autorepresentativos de un yo narcisista y cínico, desalojado del lazo comunitario, entra en crisis. En el yo queda desmantelada toda posibilidad de defensa, y el individuo desamparado resulta sometido a una angustia insoportable, al aniquilamiento representacional. La gravedad de esto consiste en que incluso se pueden producir procesos de deconstrucción subjetiva sin que quien los padece tenga mucha noción de que eso está ocurriendo. Esto puede producirse de manera larvada o brusca, acompañando procesos de fractura o estallido del yo.
La realidad que debemos recuperar es la de poder construir sistemas de representaciones que restituyan el derecho a pensar, y a estructurar proyectos socio-políticos y comunitarios que no despojen a los seres humanos de su dignidad arrojándolos a una economía sin salida y a un cuerpo sin subjetividad. Debemos trabajar por dar a luz nuevas formas de referenciarnos.
En este trabajo se ha de contar con dispositivos aptos para procesar microtraumatismos que propicien el desarrollo psíquico al poner en marcha sistemas complejos de simbolización. Aquí cabe diferenciar entre traumatismo desestructurante (mutilante) y traumatismo reestructurante (simbolígeno, diría Dolto). Es decir: se trata de diferenciar entre 1.- el intento de aislar lo perturbante vivido y cicatrizar la herida abierta, y 2.- el de ensamblar lo que no tenía posibilidad de ser posicionado previamente en la vida psíquica. Se trata de habilitar una recomposición elaborativa de lo vivido. Precisamente: el desarrollo de la capacidad para enfrentar la realidad requiere de tiempo para la recomposición simbólica, tiempo para ir atando los cabos de la propia historia. Tiempo para desocultar lo que nos malcondiciona desde nuestros propios pliegues. Tiempo para darnos la oportunidad de encontrarnos a nosotros mismos y recuperar lo que nos es propio, ahí donde nos pertenecemos: en la comunidad… porque está claro que no hemos venido al mundo para vivir expropiados, cumpliendo deseos ajenos.
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NOTAS:
[1] Cfr. Soler, Colette. ¿Qué se espera del Psicoanálisis y del psicoanalista? / Ed. Letra Viva, Bs. As. 2009
[2] En física, así como en ecología de comunidades y ecosistemas, el término resiliencia indica la capacidad de los sistemas para absorber perturbaciones, sin alterar significativamente sus características de estructura y funcionalidad, pudiendo regresar a su estado original de equilibración una vez que la perturbación ha terminado. En ingeniería, la capacidad de resiliencia resulta objetivada mediante una magnitud que cuantifica la cantidad de energía por unidad de volumen que almacena un material al deformarse elásticamente debido a una tensión aplicada. Como puede apreciarse: se está hablando entonces de una “capacidad de afronte” que permite luego “regresar”, y de ahí entonces el uso del término “resiliencia”, que viene del verbo latino resilio, resilire: “saltar hacia atrás, rebotar”.
[3] Para mejor comprender estas afirmaciones, no hay que confundir pérdida y falta, pues son dos cosas diferentes. Cuando un objeto está perdido, la pérdida está consumada. Recién después la pérdida genera la falta. Vale decir: no hay falta sin una pérdida previa, sin una sustracción (de goce), pero la pérdida no es la falta. La falta es la significación de la pérdida. De hecho puede ocurrir que un sujeto pierda sin entrar en falta. Y también puede ocurrir que pierda la falta… entonces: si pierde su falta, si no la puede sustentar, si no puede significar la pérdida, en tal situación le falta la falta, y el sujeto entra en una coyuntura de angustia. La importancia de la falta, allende la pérdida, radica en que es susceptible de movilizar el deseo del sujeto. Es que: destruida la certeza del objeto por la pérdida, el sujeto se ve obligado a aceptar que ni es ni tiene el objeto. El objeto es imposible, porque la pérdida pone de manifiesto que no está donde se supone. Entonces la falta moviliza el deseo del sujeto hacia objetos que reemplacen (o metaforicen) al objeto perdido. Un significante resulta sustituido por otro, y de ese modo la cosa perdida puede ser representada; es decir: puede ganar en significación, puede ganar en consistencia discursiva para tratar lo real.
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