S.O.S. en defensa de las víctimas.
- Claudio Altisen
- 28 ago 2013
- 13 Min. de lectura

SAVE OUR SOULS.
Asociaciones de defensa de las víctimas: ¿vocación reparadora o afán emancipador?
“Asociación”, interesantísima palabra propia del ser humano, que nos diferencia del gregarismo animal.
Muchos son los tipos de asociación, y ríos de tinta han corrido sobre ellas. Aquí nos interesa un tipo en particular; esto es: las asociaciones o grupos (dentro de asociaciones) de ayuda psicológica a las víctimas de catástrofes. Las asociaciones de ayuda son fenómenos grupales en un ambiente entre sujetos, cuando un sujeto capta el punto de dolor y de decepción en otro sujeto, y se identifica enseguida con ese punto de dolor. En las asociaciones de ayuda lo que hay a modo de lazo es una vocación de defensa; es decir, una vocación reparadora, para reparar el sufrimiento del ser hablante.
¡Reparar! ¿Qué es eso de “reparar”?
¿Acaso refiere a la desaparición rápida de un síntoma, aunque no esté garantizado que no vuelva a aparecer? ¿O tal vez tiene que ver con algo más, como hacer desaparecer las condiciones que permitieron la emergencia del síntoma? Cualquiera sea la respuesta, si se la piensa en términos de una restitutio ad integrum de organización de la mente (algo así como volver a un punto anterior, como si aquí no hubiera pasado nada), entonces estamos en problemas, porque no hay un modelo fijo ni un psiquismo ideal para guiar acciones terapéuticas con esa aspiración. En todo caso se trata de acompañar el advenir del sujeto en la elaboración de una narrativa más saludable respecto de lo que ha sido vivenciado en su vida. Por ese camino el psicoanálisis puede ofrecer algo a pesar de lo incurable de la estructura. Esa oferta no consiste en una “psicoterapia reeducativa” que intente lograr lo que la educación y la presión social no han logrado, sino que el “efecto terapéutico” del trabajo psicoanalítico consiste en un desciframiento que haga posible el develamiento de la verdad de un sujeto[1]: liberado de la duda sobre lo que él es, y más cómodo consigo mismo en las relaciones. Capaz de soportar su vida, y de disfrutar lo soportable. Mejor dicho: de sostener la vida, y de disfrutar lo que puede sostener. Esto es singular en cada sujeto, de manera tal que cada uno pueda ocuparse lo mejor posible de sus cosas. En consecuencia, no hay estandarización posible al respecto.
Lejos de las estandarizaciones, el psicoanálisis no ayuda reparando. Los grupos de orientación psicoanalítica no ponen en juego dispositivos “reparadores”, sino problematizadores. Porque no buscan “sanar”, sino habilitar una transformación. Y eso no se habilita cicatrizando heridas, sino abriendo la falta. En tal sentido, los psicoanalistas no ofrecen obturaciones mediante objetos cognoscibles, sino que se ofrecen como mediatizadores de sujetos cognoscentes. Se trata de ayudar a pasar de lo real insatisfactorio a lo posible deseado. Eso exige atravesar un proceso de concientización y de problematización; esto es: un proceso de movilización transformadora del contenido de la conciencia, que no tiene nada que ver con el “reparar” generando una conciencia donde no la había.
Esa movilización tiene un carácter liberador (desalienante y relacionante) y supone una posición política.
Para lograrla se requieren asociaciones que funcionen como grupos organizados en comunidades solidarias, comprometidas, conformadas sobre una base de relaciones dialogantes y críticas. Esas asociaciones no solo buscan remediar algún mal, sino generar conductas que respondan a una proyección activa (transformadora) del individuo en su medio ambiente social. Precisamente: las estrategias de intervención comunitaria han de tener como meta final la recuperación de las condiciones de ciudadanía de sus destinatarios. Esa meta se sirve acompañando el desarrollo en la persona de las posibilidades de trato y sociedad con los demás; esto es: una subjetividad más autónoma y solidaria.
No se piense que estamos hablando aquí en términos de “individualismo”: esa ilusión de posesión de sí, particular y aislada. Antes bien, de lo que intentamos hablar es del individuo, pero del que lo es verdaderamente, y que justo por eso deja de pensarse sólo para sí. El individuo del que hablamos es un ser libre y responsable, que se sabe una peculiaridad emergente de aquella historia compartida (o comunidad) a la que pertenece.
Precisamente, la palabra comunidad designa la tarea compartida (com-munere) de quienes tienen que habérsela con su contingencia. La comunidad dice de la comunicación que manifiesta la imposibilidad de una autarquía absoluta. No hay inmanencia ni individualidad absoluta. La noción de comunidad señala el límite de tales pretensiones totalizantes (ya sean colectivistas o individualistas). No hay absoluto: no hay lo sin relación. No hay clausura. La noción de comunidad más bien abre... Es decir que tiene que ver con el poner en relación. Tiene que ver con la calidad de los vínculos. Invita a pensar en torno a la producción de una ligadura comunitaria (esclarecida, libre, responsable).
Si se mira bien, entonces, podrá apreciarse que la noción de comunidad es una noción de límite... Dice de lo que está “perdido” de la comunidad. Pérdida que es constitutiva de la comunidad, e instituyente de la comunicación entre contingencias imposibilitadas de inmanencia. La comunidad es lo que cristaliza alrededor de la pérdida, alrededor de la imposibilidad de inmanencia de sus miembros. La comunidad, en consecuencia, significa que no hay ser singular sin otro ser singular. La comunidad es el afuera donde “com-parece” la finitud de los seres singulares. La comunidad es un dispositivo especular: el reconocimiento de sí en el otro. Esto nos pone de cara a la categoría de semejante. De ahí que podamos afirmar que el modo concreto que la comunidad asume es la forma del recíproco cuidado. Precisamente, comunidad puede definirse como “cuidado-en-común”. Así, la tarea de la comunidad consiste en organizarse para custodiar el cuidado; vale decir: realizar el cuidado, hacerse cargo de que el otro (mi semejante) está ahí. La comunidad se ocupa de todos y cada uno de sus miembros para liberarlos, no del cuidado (mediante una tarea de suplantación por disciplinamiento), sino al cuidado (mediante la responsabilización de cada quien frente a sí y a sus semejantes).
Al hablar de la custodia del cuidado, tampoco estamos hablando aquí de algo así como las asociaciones o grupos de “autoayuda”. Nos resulta difícil creer en el valor terapéutico de esas prácticas. Es evidente que muchas personas que padecen distintos malestares subjetivos acuden a esos grupos buscando alivio a su sufrimiento. Y es cierto que la “creencia” hace eficaz a las intervenciones de pastores, líderes, guías, orientadores o compañeros de comunidad. Lo mismo ocurre con quienes acuden a prácticas de “control mental” o “meditaciones”. Ahora bien, hay que reconocer y destacar un rasgo esencial en esto: las prácticas de estos grupos operan en base a la integración social del que sufre a su comunidad, y a la producción de una ligadura comunitaria (el lazo social), que produce un fenómeno de creencia entre los miembros del grupo. La psiquiatría positivista, por su parte, se desentendió siempre de ese elemento esencial; esto es: de la importancia de la integración social y comunitaria para el proceso de mejoría del trastorno mental. La ulterior llegada de los psicofármacos permitió atenuar los tratamientos físicos y la cronificación de las internaciones (nadie puede dudar de la eficacia y utilidad de esos fármacos para aliviar los malestares), pero también hemos de señalar que sirvieron para reforzar la “creencia” positivista. Así, de la mano de los psicofármacos y de las neurociencias, se reforzó la creencia en que es posible liberar a la gente del cuidado, porque es posible actuar sobre el cerebro, modificar artificialmente los mecanismos biológicos, sin atender a los sujetos, a su afecto y sensibilidad, a su experiencia y a su memoria. Sobre ese horizonte se recortan también aquellas psicoterapias (de orientación conductual y/o cognitiva) que procuran rehabilitar y reeducar hábitos de conducta y comportamiento, buscando una acción terapéutica sin interrogación; es decir, una acción “reparadora” que resulte eficaz. Lo que se busca desde ese tipo de grupos es brindar “remedio”, y no acompañamiento, comprensión, y ayuda para llegar a entender el propio malestar subjetivo. Jacques Derrida comenta sobre esta posición de eficacia sin pensamiento ni palabra, funcional al modelo farmacológico: “El psicoanálisis es asimilado en nuestros días a un medicamento vencido relegado al fondo de la farmacia. Esto siempre puede servir en caso de urgencia o de falta, pero hay cosas mejores”. Derrida hace este comentario de cara a unas sociedades altamente consumidoras de psicofármacos, especialmente sedantes, ansiolíticos e inductores del sueño.
Larga es la experiencia de los psicoanalistas en la organización de “comunidades terapéuticas”, incluso antes de que la Organización Mundial de la Salud (OMS) se ocupara de los problemas de la salud mental. En 1943, cuando aún no finalizaba la Segunda Guerra, un médico psicoanalista que además había sido piloto de guerra, Wilfred Bion, junto a John Rickman, psiquiatra y psicoanalista, trabajando ambos en el Hospital de Northfield, realizaron grupos con soldados que habían vuelto traumatizados de la guerra. En la misma época, Maxwell Jones comienza una experiencia similar con ex prisioneros de guerra. Estos profesionales pensaban en una metodología de trabajo apta para afrontar una situación de exceso de pacientes y escasez de recursos en un contexto de gran necesidad. Organizaban reuniones en las que discutían las dificultades, los proyectos, los planes de cada uno, y realizaban asambleas de pacientes en las que elaboraban propuestas de trabajo en las que estaban todos involucrados. También organizaban grupos de discusión y grupos operativos, siempre con estructuras flexibles. Lo característico era la evitación de la jerarquización, la verticalidad y la alienación administrativa, mediante una organización de actividades caracterizadas por la horizontalidad y la democratización de las relaciones, lo cual imprimía en todos los actores sociales del proceso un marcado vigor terapéutico. El énfasis estaba puesto en la libre comunicación entre profesionales y pacientes, en las actitudes permisivas que promovían la expresión de sentimientos, y en una organización social democrática, igualitaria. Por este camino ofrecían a los pacientes unas posibilidades efectivas de participación, que significaban una forma de asumir responsabilidades respecto de su propio malestar, y una efectiva promoción del estado de salud mental.
Recién en 1953 la OMS decide convocar a un comité de expertos para estudiar los resultados de esas y otras similares experiencias comunitarias basadas en la utilización del potencial de los propios pacientes en el tratamiento. Y desde 1957 acepta y recomienda a las Naciones del mundo este tipo de trabajos comunitarios en materia de salud mental.
Es claro, entonces, que en el sector de la salud mental el psicoanálisis tiende a disfuncionalizarse, porque no se acopla a la ilusión de una “ayuda” o respuesta sobre el sufrimiento mental que ponga sus causas afuera de la responsabilidad y de los avatares de la historia de cada uno. No admite las prácticas curativas basadas en la sugestión, ni un retorno a los ideales biologicistas. Y son precisamente los tan famosos “grupos de autoayuda” quienes alimentan esa ilusión.
¿Qué es eso de “auto”-ayuda? El psicoanalista argentino Emiliano Galende responde señalando que el punto radica en que ya que vivimos en una sociedad que nos abandona y se desliga de los valores de la integración social, entonces se cree que sólo los que padecen una situación igual a la nuestra (“auto”) podrán comprendernos y ayudarnos. Así, según Galende, los refugios de la identidad parecen atenuar (y encubrir) los padecimientos recrudecidos de la alteridad, esto es: el dolor causado por las dificultades de vivir en la realidad actual. Estos grupos, que instauran una solidaridad especial a partir de la identidad de un rasgo, se proponen suplir la sociabilidad y comprensión que se piensa (en general con razón) no existe en la vida social actual. De allí el énfasis, y en ocasiones el forzamiento, al exigir espontaneidad, escucha y comprensión mutuas, ya que esto no puede pretenderse en los vínculos cotidianos del “afuera”.
La masividad y aceptación que la constitución de estos grupos ha tomado, nos lleva a pensar en las carencias de la sociedad que estos grupos suplen. En efecto: hacen pensar en que se trata de la gestación de nuevas formas de lazo social caracterizadas por la reducción de una diferencia intolerable en la vida social a una identidad ilusoria con el semejante.
Galende explica que desde los años setenta, en que irrumpieron y se desarrollaron en Estados Unidos los grupos de autoayuda, se habló de una “industria de la experiencia”, en la medida en que proveen un tipo de experiencia programada por expertos. Pero, como la vida social no responde linealmente a los deseos, la propuesta de obrar sobre la propia persona (“auto”) y no sobre la realidad exterior a la larga resulta inútil e ineficaz. En el camino de estas experiencias se generan socialidades artificiales que mitigan los dolores de la vida, siempre bajo un mismo principio ordenador: que sólo se puede ser comprendido por quien está igual que uno mismo. La neutralización del actuar sobre la realidad genera la fácil constitución de un “adentro” ideal, a la par que un “afuera” sobre el que sólo vale el actuar pragmático. O sea: cada cual podrá construir su nido protegido, del cual sólo habrá de salir para las operaciones instrumentales con los otros. Así el funcionamiento social acaba reducido a una dimensión subjetiva y personal, y los problemas sociales apenas son pensados al nivel del solo registro de las vivencias individuales. Se posibilita de este modo una subjetividad individualista, basada en la ilusión de un potencial de desarrollo personal, que habilitaría la eficacia, la utilidad, el pragmatismo en el vínculo social para el logro de una adaptación exitosa. En definitiva, en la “autoayuda” se trata de que el individuo acepte que el desarrollo personal es lo único verdaderamente transformable. Es decir que: no pudiendo modificar el afuera junto a los otros (lo público), sólo serían factibles las transformaciones en el espacio privado del propio cuerpo. Por este camino el ideal “autogestionario” (liberal) que se desliza es el de que cada uno trate de generar sus propias condiciones de vida. Mirada más detenidamente, entonces, podrá apreciarse que la “autoayuda” representa un anclaje de la individualidad (burguesa) en la propiedad y en lo privado, a lo cual sigue un creciente desinterés por las transformaciones colectivas, relajándose los valores de la solidaridad y la cooperación. El modelo de realización personal, recubierto de los imaginarios de la eficacia y del éxito, es el empresario capitalista. La empresa misma es percibida como paradigma de toda acción eficaz en la administración de lo que es propio de los individuos. El ideal es convertirse en empresario de sí mismo.
La imagen del individuo pierde toda referencia estable en los otros, en lo comunitario, y debe apuntalarse constantemente en los “objetos” (publicitados) que hacen de emblema a su identidad individual.
El “autoayudado” (sic) es el héroe de una verdadera mitología de la realización personal, del espíritu empresarial y competitivo. La singularización de los individuos está sometida hoy a esta actitud empresarial, signada por el retiro sobre la vida privada y los intereses personales (individuales), en oposición a la vida pública y a los intereses comunitarios (populares).
Freud mostró la falsedad de la clásica oposición entre individuo y sociedad, ya que la individualidad y el lazo social se constituyen mutuamente. Más precisamente: el lenguaje constituye la relación social… es decir que el individuo es reconocido, nombrado, está en el habla de otro, antes de advenir a una conciencia de sí. Lo cual hace que su experiencia de individuación sólo pueda sostenerse en el reconocimiento y decir del otro sobre sí. Cada quien no es una sustancia autónoma, sino una “res social”, dependiente del decir del otro.
Según Freud la oposición no se establece entre individuo y sociedad, sino entre dos modos del lazo social y el funcionamiento individual:
1.- Una individuación lograda en: a) la integración del lazo social, y b) la apropiación de la cultura en la subjetividad singular.
2.- La exacerbación narcisística de la diferencia, con: a) fallas del lazo social, y b) pérdida de la autonomía individual como consecuencia de una pasión desmedida por el propio yo.
Los resultados son muy claros: una mayor independencia respecto de lo social (el aislamiento privado), no generó una subjetividad más rica (con mayor aptitud para la cultura). Es más, impedido o indiferente de actuar sobre lo social (distante de los demás), el individuo se vuelca a una acción creciente sobre sí mismo. El individualista precisa afirmar crispadamente sus rasgos de autonomía e independencia y de diferencia con el otro.
De ahí que los vastos problemas de exclusión que caracterizan a la complejidad de la sociedad actual, requieren que las acciones de ayuda específica se acompañen de una protección social solidaria más amplia. No basta con brindar atenuantes, “reparadores” del dolor. Es necesario generar espacios donde sea posible abrir interrogantes que habiliten un proceso de comprensión transformadora de la realidad en la que el sujeto se encuentra junto a sus semejantes. Se trata de un proceso terapéutico que tenga como meta final la recuperación de las condiciones de ciudadanía de sus destinatarios. En efecto, la ciudadanía articula para el sujeto la experiencia de ser individuo; esto es: de poder enunciar en nombre propio como ser singular (sujeto) y de vivenciar un yo (persona) en el reconocimiento con los otros. Estos son los tres aspectos sobre el destinatario que no se deben perder de vista en cualquier labor de ayuda, y que deben guardar coherencia entre sí: individuo, sujeto y persona (yo). Pero entendiendo que un paciente, en cuanto tal, no es una persona ni un individuo, sino un sujeto. Vale decir: 1) no es una persona: no es su careta, lo “aceptable” que muestra a los otros; 2) no es un individuo: no es ese ser “sólido” que pretende, sin ambivalencias ni contradicciones; 3) es un sujeto: es las marcas del discurso en su cuerpo… lo sujetado al lenguaje, las palabras que lo atraviesan y lo dividen. Esto es importante, porque no respeta su lugar de sujeto, quien no lucha por su derecho a desear y elegir lo que quiere para su vida. Quien no puede elegir qué quiere y qué no quiere hacer con su cuerpo, es víctima del deseo caprichoso de un otro. Desde el psicoanálisis, entonces, no se escucha a la persona ni al individuo, sino al sujeto: se toman sus dichos, se los despliega en las sesiones, y se le devuelven para que los escuche y haga conciente el saber del que es sujeto. Según Freud, este trabajo de ayuda se descompone en dos fases: 1) se desenvuelve ante el paciente la construcción de la génesis de su sufrimiento, y 2) el paciente mismo se adueña del material develado en el análisis y trabaja con él.
En resumen:
Esta mirada no tiene nada que ver con aquel modelo clásico según el cual la respuesta consiste en “ayudar” al sufriente a cualquier costo, atándolo a una normatividad normalizadora que lo vuelva funcional a lo que se espera de él, e incluso doblegándolo con medicamentos psicoactivos. Esta mirada no tiene nada que ver con el despliegue de una función normativa, de producción de subjetividades adecuadas a la norma.
Antes bien, la mirada psicoanalítica tiene que ver con la comprensión transformadora; esto es, con contención en la escucha, con los vínculos afectivos, con el acompañamiento y el cuidado… siempre buscando evitar que el paciente en tanto que sujeto resulte excluido del proceso en el que se encuentra. Al respecto, el desafío es poder encontrar asociaciones civiles, alianzas sociales de diverso tipo, que puedan participar solidariamente en la invención e implementación de estrategias de atención psicosocial. Al decir esto estamos hablando de intersectorialidad; esto es: de “estrategias” (mejor que “programas”) que acompañen a los varios sectores sociales, tanto del campo de la salud mental y de la salud en general, como de las políticas públicas y de la sociedad como un todo. En otras palabras, los servicios de ayuda para la atención psicosocial, deben salir de la sede del servicio (v.gr. el hospital) y buscar en la sociedad vínculos que complementen y amplíen los recursos existentes. Deben articularse con todos los recursos existentes: tanto los vinculados a las políticas públicas, como los recursos creados por la sociedad civil para organizarse, defenderse y solidarizarse. Las “ayudas” deben organizarse en red, formando una serie de puntos de encuentro, de trayectorias, de cooperación, de simultaneidad, de iniciativas y actores sociales involucrados. El paso inicial es la organización de equipos multidiscipinarios (interprofesionales), cuyo objetivo sea el acompañar a los pacientes, ayudándoles a construir autonomía e independencia. El objetivo es la emancipación social del sujeto sufriente. Esto resulta particularmente relevante respecto de aquellos ciudadanos que no tienen condiciones para volver a vivir sin la ayuda de terceros.
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NOTAS:
[1] Escribió el poeta alemán Rainer María Rilke en Cartas a un joven poeta:
"Debe pensar que algo sucede en usted, que la vida no lo ha olvidado y que lo tiene en sus manos. Ella no lo abandonará. ¿Por qué quiere excluir de su vida una inquietud, un dolor, una melancolía, no obstante ignorar cómo trabajan en usted esos estados de ánimo? ¿Por qué lacerarse con preguntas?... Usted bien sabe que se encuentra en evolución y que nada desea tanto como transformarse. Si alguno de sus procesos es enfermizo, piense que la enfermedad es el medio por el cual un organismo se libera de lo que le es ajeno. Entonces, es preciso ayudarle a usted a estar enfermo, a sufrir íntegramente su padecimiento y a hacer que este irrumpa, pues constituye su progreso".
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