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Trauma: la decadencia del lenguaje.

  • Foto del escritor: Claudio Altisen
    Claudio Altisen
  • 28 ago 2013
  • 5 Min. de lectura

LA DECADENCIA DEL LENGUAJE.

Subjetividades traumatizables del siglo XXI. [1]

La multiplicación de las pesadillas en el mundo actual (metafóricamente hablando) es algo que parece ser producido porque los discursos están perdiendo consistencia.

Cuando hay un discurso consistente, los sujetos están protegidos de las irrupciones brutales y de los traumas.

Un discurso consistente es el que propone significaciones estables, compartidas más o menos por todos, y que ordena los lazos. Consistencia es estabilidad y orden… significatividad de las relaciones que se establecen.

Por el contrario, cuando el discurso pierde consistencia, se agujerea. Un exceso rompe la trama, traumatiza.

Entonces, la idea es que el discurso agujereado es la causa principal de la multiplicación de los traumas y es el signo de la impotencia o de las limitaciones del discurso colectivo de la época.

Al decir discurso colectivo no sólo designo el discurso ni sólo el hablar, sino que designo el arreglo, el orden de los lazos sociales. Se trata, entonces, del orden de lo que llamamos “la realidad” (que es siempre una realidad ya ordenada por el lenguaje).

En vez de decir “discurso” como Lacan, Freud decía “civilización”. Pero Freud decía civilización en singular, mientras que Lacan decía que hay diversos discursos; es decir, diversos modos de regulación de los lazos sociales. A pesar de sus diversidades los discursos tratan de las mismas cosas: tratan de lo que Freud llamó “pulsiones”, y Lacan “goce”. Un discurso, una civilización… Se trata de una máquina del lenguaje, una máquina cultural para regular, ordenar las conductas, para hacer posible la convivencia más o menos pacífica entre los seres hablantes, lo cual supone un tratamiento de las exigencias de goce de cada uno.

En este sentido, todo discurso nos demuestra el poder de los “semblantes”; es decir, una mezcla de significante y de imaginario. Estos semblantes tienen un poder de regulación de las conductas que suponen siempre: limitaciones de goce, goces permitidos, no prohibidos y hasta prescriptos. Pero en este asunto hay también una suerte de “inducción imaginaria” que vuelve obligatorio lo que no está prohibido. Precisamente: basta con ver que uno aprovecha algo para que los demás piensen que también lo deben aprovechar. Entonces, en ese sentido, el problema es que ningún discurso logra ordenar todo el goce; o sea: siempre hay una parte de goce en los individuos “anormal”, que no coincide con lo que está reglado. Quizás por eso no hay civilización o discurso, sin policía. En efecto, la policía, la psiquiatría y la educación son los instrumentos para tratar al goce disidente… para hacer entrar en el discurso (educación), para recoger lo que no entra (psiquiatría) y para contener lo que tampoco entra (policía). Son formas de tratar algo que no va. Algo que es objeción a la prescripción del discurso común. Y lo sujetos que traen esas formas de goce que no van, padecen de no lograr la conformidad; es decir, de no lograr ser como los demás, hacer lo que hacen los demás, obtener lo que los demás obtienen. Dicho de otra manera, al modo de Freud: los síntomas son objeciones al principio de placer. Es que la conformidad es el principio de placer freudiano incluido en un discurso. Entonces podemos decir que el principio de placer consiste en compartir el sueño del discurso común. Y el síntoma es la disidencia privada contra el discurso colectivo. En el trabajo analítico se revela la presencia en el síntoma de una pulsión o goce que exige su satisfacción. En definitiva, entonces, el psicoanálisis trata la misma cosa que el discurso colectivo: la pulsión o el modo de goce, el modo de pulsionar. Pero no lo trata de la misma forma, porque no trata el placer conforme o goce “normalizado”, sino el goce rebelde. Esto es: los heridos, las víctimas del superyó. Son los que no lograron entrar en los mandatos de felicidad, éxito, belleza, fuerza, energía, competición, etcétera. Los que confundieron lo pleno con lo mucho (con un “plus”), extraviándose así de lo propio. El psicoanálisis los hace entrar en otro discurso. En otro discurso que promete al sujeto curar la ferocidad del superyó, permitiéndole, quizás, encontrar su camino singular sin preocuparse de la conformidad con los demás.

La posición analítica frente a este padecimiento, no es la posición del psicoterapeuta. El analista hace hablar al paciente (y de manera no censurada), porque piensa que su padecimiento es interpretable. Piensa que el paciente es responsable de su padecimiento. Piensa que solo el paciente es quien puede responder a ese padecimiento. En efecto, cuando el paciente viene a presentar algo ante lo que piensa que no puede hacer nada, algo que se le impone; eso significa que el paciente se está pensando como víctima de lo que le pasa y no como responsable. Entonces el analista asume la tarea de acompañar un proceso de “rectificación subjetiva”; es decir, un cambio de perspectiva sobre lo que le pasa, de manera tal que pueda llegar a ser plasmable en criterios y actitudes correspondientes con su singular perspectiva.

La transferencia permite soportar ese proceso, porque escucharlo sin prometerle nada, hace posible que el sujeto se perciba amado, acogido en un ambiente de interés. El final de ese proceso es un cambio en la responsabilidad de su goce, asumiendo, además, la obligación de aceptar, descubrir y saber algo que no quiere saber. Como puede apreciarse, este trabajo no es una terapia, sino una exploración del inconciente, pero lleva efectos terapéuticos. Es decir: hay un beneficio analítico (porque permite descubrir la singularidad), y que también luego comporta un beneficio terapéutico (porque permite operar en el mundo con lo que ha descubierto… permite poner en juego criterios y actitudes congruentes con la propia modalidad de goce).

No hay, entonces, algo así como una “psicoterapia analítica”, pero hay psicoterapias “de escucha” que toman del psicoanálisis su posición de no dirigir al paciente. En esto esas psicoterapias se diferencian de aquellas otras que pretenden saber lo que necesita el paciente, y que intentan restablecer un poco la conformidad, cicatrizando otro poco la disconformidad de los heridos del superyó. Por su parte, las psicoterapias “de escucha” consisten en escuchar y reformular, ayudan al paciente a reformular mejor su forma de hablar. No escuchan lo que el paciente en verdad y profundamente dice de sí cuando habla de algo. Son psicoterapias sin interpretación, no responsabilizan.

Ahora bien, si queremos una sociedad más lúcida poblada por sujetos que no sean tan fácilmente traumatizables, entonces necesitamos subjetividades más consistentes, más afincadas en lo que les es propio: en lo que es apropiado a sus singulares aspiraciones en la vida. Y no unas “buenas personas” expropiadas, “normalizadas”, debidamente reformuladas por los profesionales encargados de hacerlas entrar de manera conforme al discurso establecido.

* * *

De Hugo Mujica (fragmentos entresacados de su libro “La palabra inicial”):

En nuestro tiempo el lenguaje ha perdido su elemento, es enajenación.

Es un lenguaje que ha callado la silenciosa fuerza de lo posible que pulsa por decirse en él.

La decadencia del lenguaje es la entrega del habla a nuestro mero querer y negociar, como un instrumento de dominio sobre las cosas. La decadencia del lenguaje no es tanto una enfermedad como un síntoma. Es el agua de la vida que se estanca. La palabra que todavía tiene significación, pero que ya no tiene sentido. Es la palabra desplazada por la cifra, incapaz de poesía.

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NOTA:

[1] Cfr. Soler, Colette. ¿Qué se espera del Psicoanálisis y del psicoanalista? / Ed. Letra Viva, Bs. As. 2009


 
 
 

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