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Las violencias crecen...

  • Foto del escritor: Claudio Altisen
    Claudio Altisen
  • 11 may 2014
  • 8 Min. de lectura

MANDATOS Y RESPONSABILIDADES.

El incremento de las violencias.

Los problemas de la violencia son un fenómeno conocido y padecido en todos los países. Sin embargo, “violencia” no es un concepto preciso, sino una noción un poco confusa. Hoy en día, cuando se habla de la violencia actual, se habla de las violencias del desorden; es decir: las violencias que entran en conflicto con la homeostasis del discurso y que son las que vemos cada día en todos los lugares. Son violencias que tienen que ver con la transgresión del orden social imperante. Ahora bien, no debemos perder de vista que hay también una violencia del orden. De hecho, no hay ningún orden que no implique una violencia en la medida en que para ordenar los goces se debe prohibir y normativizar. Es decir: hay una violencia instituyente, que se ubica por fuera del orden, no es desorden, sino fuera del orden. El hecho es que no hay ningún orden sin un punto de excepción que se encuentre necesariamente afuera. Dicho esto mismo de otro modo (parafraseando a Anaximandro): lo determinado es tal por un determinante que, en cuanto tal, es de suyo propio indeterminado.

Esto nos lleva a reflexionar en torno al superyó. En torno a esa realidad discursiva cuyos enunciados están constituidos por imperativos antiguos que vienen de afuera aunque el sujeto los perciba como propios. Imperativos de proveniencia exógena (heterónoma) que el sujeto considera autónoma (provenientes de sí mismo). Vale decir que se trata de una realidad discursiva instituida socialmente como instituyente de las formas de representación de la relación del sujeto con el mundo. Esa realidad discursiva transmite una legalidad que se anacroniza permanentemente a través de las generaciones, operando al modo de un enclave desadaptado (porque viene del pasado), pero regulador, ordenador (del presente).

El debate profundo respecto de las transformaciones sociales que puedan ser posibles, circulan alrededor del derecho o no del sujeto para transgredir los mandatos de base del superyó, y reformular el contrato social acorde a sus tiempos. Al respecto, téngase en cuenta que el contrato no fija los derechos, sino que limita las obligaciones respecto del semejante. Eso es lo que permite que la vida se despliegue en el marco de garantías que eviten que la convivencia derive en una selva, donde el que se impone es el más brutal. Entonces, un contrato nuevo, un nuevo modo de recomponer la sociedad, no puede producirse solamente sobre la base de la confianza en la Ley, sino a partir de la resignificación que cada sujeto tiene de su relación al otro, de la recomposición del campo del semejante. En esto, la función del psicoanálisis no consiste en definir el origen de la norma, sino el impacto subjetivo de la misma. Su función es la ruptura del circuito de captura que apropia al más débil (material y/o simbólicamente) en el goce de quien posee el poder y el saber. Es que la premisa de la dinámica social no puede ser una captura del otro (según la cual el goce de algunos impone un orden que deriva en un sufrimiento mayor a otros), sino que la premisa orientadora ha de ser el asumir la responsabilidad socio-cultural de transformar el poder y el saber en condición de vida del otro.

De cara a ese debate, los psicoanalistas reciben a los sujetos que son víctimas de la feroz violencia del superyó capitalista. Sujetos heridos que padecen su incapacidad para satisfacer las exigencias del superyó capitalista. Sujetos que piensan que no pueden hacer nada con lo que sienten que se les impone. Los psicoanalistas prometen a esos sujetos un efecto de separación del superyó (rectificación subjetiva o cambio de perspectiva), que les permita encontrar su camino singular (responsable) sin preocuparse por lograr la conformidad con los demás. Esto supone un modo nuevo de estar en el lenguaje, un nuevo modo de ser en la comunidad de los hablantes.

Sin embargo, la comunidad de los hablantes no es tarea sencilla. No podemos dejar de señalar que hay quienes manifiestan dificultades con la representación de palabra en general. Muestran un pensamiento operativo que es indicador de sus dificultades para la reflexión. Dificultad que suele acompañarse con un predominio de lo actual (como si su memoria estuviese congelada en el presente), empobreciendo notablemente su capacidad asociativa, su relación con el pasado, y su capacidad de formular relaciones con el futuro. La consiguiente dificultad de estas personas para un pensamiento reflexivo, las hace propensas a descargarse mediante conductas caracterizadas por un inmediato pasaje al acto, en general de manera compulsiva. Correlativamente, en su vida cotidiana, manifiestan: rasgos de carácter operatorio, actitudes superficiales, y una cierta forma banal de asumir su existencia. En consecuencia: bajo estos rasgos subjetivos, la función de la palabra se encuentra muy limitada.

La devaluación de la palabra o, lo que es lo mismo, la extensión de la pobreza simbólica, suscita el surgimiento de nuevas problemáticas en relación a la violencia. Frente a eso, la tarea de comprensión transformadora de las condiciones de producción de la existencia de los sujetos, comienza por someter las problemáticas actuales a dos preguntas esenciales:

1.- ¿Qué condiciones en la cultura han hecho posible estos desarrollos?

2.- ¿En qué medida las nuevas problemáticas que observamos forman parte de los cambios culturales y son, a la vez, los síntomas de una adaptación a las nuevas condiciones?

Es obvio que las nuevas problemáticas vinculadas a la violencia se acompañan de nuevos rasgos subjetivos. Rasgos nuevos que se relacionan particularmente con algunos de los actuales fenómenos culturales, tales como por ejemplo: el debilitamiento de las funciones de la familia, la preponderancia de los mensajes de los medios de comunicación masiva, y la pérdida o atenuación de las identificaciones ideales con el padre. Antiguamente esas identificaciones no abolían la agresividad, pero la organizaban en algún sentido. Ahora bien, el debilitamiento de la función paterna genera una violencia más flotante e inespecífica, que tiende a buscar su organización en bandas, neocomunidades, agrupamientos xenófobos, fundamentalistas.

Los rasgos que caracterizan la subjetividad actual (según sea que se trate de individuos pertenecientes a sectores sociales acomodados, a los sectores medios o asalariados, desocupados o a los marginados de la vida social) nos ponen de cara a individuos que vivencian una compulsión a pertenecer a algún lugar social, a ligar al otro y a ligarse en cualquier forma de vínculo. Tienden a aglutinarse en pequeñas totalidades hostiles, islotes narcisísticos engrampados, buscando compararse y arrancarse reconocimientos. Es que todo individuo precisa estar con los otros para ser reconocido y tener la vivencia de existir. Pero, hoy en día, dada la fragilidad creciente de los vínculos, resulta amenazado al lazo social, haciendo que los modos de integración con los otros se hagan de modo crispado y necesitados de la cohesión y fuerza de los fundamentalismos. Es entendible que suceda de este modo, pues bajo las condiciones de la competencia generalizada, cada individuo deviene la encarnación real de las leyes del mercado, lo cual significa que (en congruencia con las exigencias del superyó capitalista) debe asumirse sólo en la competencia y el enfrentamiento, luchando contra otros individuos que se le presentan como otras “pequeñas totalidades hostiles”. En definitiva, en el discurso capitalista el individuo se vivencia a sí mismo como un ser solitario y enfrentado con sus semejantes. Y esto porque las ofertas del discurso capitalista producen un efecto masivo de homogeneización, empujan a lo mismo, y ese empuje (la voz del superyó que empuja a la competencia) ataca a la otredad; es decir que en ese discurso los sujetos no tienen otra cosa que hacer en la vida más que realizarse como individuos (instituir el pequeño “yo” de cada uno), acentuando así su soledad.

Para entender estas afirmaciones, téngase en cuenta que las formas de violencia siempre han sido caracterizadas por los rasgos dominantes de la cultura en la que se manifiestan. En las culturas primitivas se manifestaban en forma de sacrificios rituales y ceremonias de guerra. En la Modernidad se vinculaba la violencia a las pasiones intensas del odio o del amor, infiltrando incluso las luchas raciales, las revolucionarias y emancipadoras, o aun las guerras entre naciones. Pero, en nuestra cultura actual, la violencia parece escapar de toda referencia a las pasiones y funcionar por fuera de los circuitos de simbolización. En efecto: las violencias actuales no parecen tener un sentido que sea discernible. Parecen dirigidas solamente a hacer sentir el terror o experimentarlo en sí mismo. Incluso los medios de comunicación, tanto en los noticieros como en las películas, nos muestran imágenes que encarnan una escalada al infinito de una crueldad insólita, al solo efecto de producir un impacto emocional en el espectador. No es más que violencia pura y sin sentido, sola intensidad del terror y emoción pasajera. Los individuos contemplan la violencia a través de los medios, acostumbrándose así a mirarla y a vivir con ella sin siquiera interrogarse por sus sentidos, ni por su propia implicación en ella. Esas escenas de violencia no son más que imágenes tóxicas en las que la víctima ya no está historizada por el agresor, porque éste solamente se propone provocar terror, y la víctima es sólo un medio para eso. Lo cierto es que en sus vidas cotidianas muchos individuos aceptan esas estrategias del terror, se someten a ellas y también a veces las practican. En suma: nos vamos acostumbrando a convivir con esta pérdida de los sentidos históricos y sociales de la violencia. Nos vamos acostumbrando a tal punto que ya mucha gente admite resignada, y como si se tratase de algo del todo natural, el que haya interpenetración permanente de la violencia de los que delinquen y la de los que tienen a su cargo el mantenimiento del orden mediante la aplicación de la ley. Así, a los ojos de mucha gente, la violencia para preservar la ley y la de los de afuera de la ley, parece situarse en un mismo plano. El riesgo de esta percepción, es que la gente acepta convivir con una violencia indiscernible en sus orientaciones, lo cual dificulta a los individuos el situarse en su propia implicación en ella, el atribuirse algo al respecto. En consecuencia, sucede que en el plano de las subjetividades, va instalándose una concepción de la violencia sin sentidos precisos, que promueve modos de trato y relación violentos con los otros. Por este camino, la violencia transita a favor de un debilitamiento de los vínculos humanos. En otras palabras: ya ni siquiera se trata de una violencia apasionada ligada a una vivencia fuerte del otro. Hoy en día la alteridad aparece negada; es decir: la violencia no se descarga sobre un otro determinado, sino sobre los efectos indeseables del otro sobre uno mismo. Además, hay que agregar a lo dicho que —incapaces de describir sus estados afectivos a través de la palabra— los individuos violentos de nuestro tiempo tratan de suplir la ausencia del sentir en sus palabras con la sola intensidad de sus actos hostiles. Y peor aún: estos individuos violentos hacen gala de un carácter dominado por la superficialidad, desde el cual actúan su hostilidad de manera provocativa y en una peligrosa banalización de sus conflictos con la realidad. No hay diques. La violencia emerge como señal de que toda contención ha sido abolida en la vida de estos individuos, cualquiera sea el estrato socio-económico en el que se encuentren.

Con estas afirmaciones intentamos subrayar que la violencia que padece la sociedad actual no transita sólo por los espacios exteriores de la vida social, sino que se hace carne en la subjetividad de las personas reales que tienen que desarrollar sus vidas particulares en esta cultura de la cual todos somos parte. El punto, entonces, es que deberíamos comprender en verdad que la amenaza no es exógena, no está afuera, sino adentro... y nos implica, nos responsabiliza.


 
 
 

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