Goce y muerte.
- Claudio Altisen
- 10 nov 2014
- 16 Min. de lectura
EL LADO OSCURO.
Erotismo del horror: la guerra, el goce de morir.
En ocasiones la realidad golpea tan duro que deja a los hombres sin palabras.
Y ahí donde no hay palabra, hay agujero. Hay un discurso agujereado, inconsistente; es decir: inestable y desorganizado. Hay, por consiguiente, impotencia frente al exceso de real o de algo que amenaza. Hay traumatismo.
Pero cuando hay una discursividad consistente, entonces hay un colchón entre el sujeto y lo real. Hay atribución de sentido. Es decir que no hay ningún real, incluso lo más espantoso, que un discurso consistente no sea capaz de suavizar, de acomodar.
En la obra de William Shakespeare, titulada “Enrique V”, hay un texto con la arenga del Rey Enrique que quiere conducir a sus soldados a una batalla que está seguro de perder. Todos pensaban que irían hacia una muerte segura. Pero el Rey, mediante la arenga, logra entusiasmar a los hombres para morir. El Rey logra transmitir el ánimo para superar la pulsión de vida, e incluso para ir en pos del “goce de la muerte”. [1]
Lacan decía que no se puede prever nunca el resultado de una batalla, porque depende de qué lado hay más goce de morir. Esa es una frase particularmente válida para cuando las batallas se hacían cuerpo a cuerpo. Ahora las batallas se llevan a cabo con un nivel de tecnología tal que uno muere sin tener ni tiempo de gozar de la muerte. Pero pensemos por ejemplo en la lucha terrorista y particularmente en los atentados suicidas; esto es, en los “locos de Dios”, listos para morir por su fe. Incluso podríamos echar una mirada desde la historia del diseño gráfico, y también desde la mediología de Debray, sobre cómo se “vende” ideología y guerra, pero esa tarea excedería los límites de este escrito. Como sea, con lo mencionado basta para ver que hay todavía discursos capaces de mandar (o arengar) a las pulsiones de vida y de muerte. Mandando hacen así de pantalla al elemento traumático de la muerte misma, y del dolor y el sufrimiento que le puedan ser anejos.
El discurso puede envolver lo real, dotando al sujeto de una notable capacidad frente a lo intolerable. Da a pensar lo que pasa, otorgando un sentido. Y así un discurso consistente (uno en el cual el Otro existe) puede poner distancia a lo real. Hay dolor, hay sufrimiento, hay espanto, pero tiene el sentido de la voluntad del Otro. Así es, y valga repetirlo: la capacidad de sublimación de las pulsiones, otorga una notable capacidad frente a lo intolerable. No hay agujero, lo que hay es una trama de sentido que hace de barrera a los eventos traumáticos. El agujero en el discurso está cuando un sujeto se encuentra frente a un real sin sentido.
Esto tiene un alcance ético evidente. Por un lado, cuanto más se subraya la importancia del elemento traumático (lo real imposible de evitar), más se inocenta o se justifica al sujeto y, en consecuencia, se lo coloca en el lugar de víctima. Pero, por otro lado, cuanto más subrayamos la participación fantasmática (imaginativa e ideativa) del sujeto, más indicamos que ese sujeto, a pesar de sus desgracias, no es completamente una pobre víctima inocente.
Los psicoanalistas no tienen mucha simpatía por explicar los malestares echando mano fácilmente de la causalidad traumática, porque eso permite al sujeto negar su responsabilidad, y porque sin su responsabilidad no es posible entrar en situación de análisis. La práctica analítica opera a partir de un sujeto que, a pesar de los encuentros con lo real, reconoce su implicación, se atribuye algo del asunto en cuestión. Sin embargo, todo analista también sabe que tiene que precisar, en cada caso, esa línea de fractura entre lo traumático y lo fantasmático. En esa línea de fractura Freud ubica la angustia como el afecto de lo real. El afecto del encuentro con un real, con lo imposible de soportar. La angustia no es entonces el resultado de la represión (o del desalojo) de la libido, como Freud creyó al principio, sino la causa de la represión, como precisó luego el mismo Freud, admitiendo su equivocación inicial. Es reprimido lo imposible de soportar, lo inadmisible a la realidad psíquica; es decir, al orden simbólico de la subjetividad.
Entonces: lo traumático es un encuentro con un peligro real; esto es, cuando un sujeto se encuentra confrontado o tomado por una excitación intratable, excesiva, desbordante… ya sea que venga de afuera (de la realidad circundante) o de adentro del sujeto (de su entramado pulsional), y que en cualquier caso igualmente no pueda soportarla, o canalizarla, o repartirla, quedando entonces en situación de desamparo.
Tales experiencias evocan las primeras experiencias en la vida del niño, de encuentro con un goce a nivel del cuerpo propio, o a nivel de sorprender (en las escenas primarias) algo del goce del Otro. Es decir: o la amenaza de castración, o la seducción, o las escenas primitivas percibidas. Dicho de otra manera: si el niño recibe un discurso que no tiene el goce en su programa (digamos), entonces, luego, en el transcurso de su vida, tendrá que enfrentar un momento traumático en el que se encontrará con lo que no fue inscripto en el discurso del que dispone, y habrá de habérselas con eso. Y eso que no fue inscripto puede ser el goce propio o el goce del Otro.
Lo reprimido pertenece al orden de lo inconciente; es decir, “al no-recordar-se lo que uno sabe”.
Quiere decir que el inconciente está constituido por los signos, las imágenes, los significantes, en los que el sujeto no se reconoce. Y en ese sentido, el inconciente que se impone en las repeticiones sintomáticas del sujeto, violenta al sujeto de la misma manera que lo real. Aunque no sepa como tratarlo, el sujeto lo percibe. Por eso reacciona de una manera incoercible e insoportable, que no quiere pero que no puede impedir y que se repite. Es que el saber inconciente no se detiene; es decir los trazos, las memorias de las experiencias originarias, de los encuentros que fueron traumáticos en su origen, siguen buscando una resolución, retornan. Por eso podemos decir que el inconciente tiene algo traumático a la vez que vehiculiza (o conduce) el traumatismo originario. Dicho de otro modo: el inconciente mismo opera como una pantalla contra el trauma, contra eso que se presenta sin tener su correspondiente en el discurso.
Freud y Lacan lo han dicho incluso de manera algo ligera y divertida:
1) Según Freud… observó que los desdichados encuentros reales, tienen efectos terapéuticos sobre la neurosis. Vale decir: un sujeto que tiene un encuentro con lo real se presenta menos sujetado a su neurosis.
2) Según Lacan… constató que durante la Segunda Guerra Mundial sus pacientes neuróticos estaban muy bien, mejor que nunca en medio de las infelicidades de la guerra. Lo cual quiere decir que a un cierto nivel el sujeto logra obtener satisfacción a pesar del infortunio. “¡El sujeto es feliz!”, decía Lacan. ¿Cómo entenderlo?
Se entiende si se piensa que el inconciente preside los síntomas de un sujeto, y que los síntomas son maneras de gozar. Maneras de alcanzar una satisfacción paradójica, pero una satisfacción al fin. Al respecto, Freud decía que el sujeto neurótico quiere a su síntoma como a sí mismo. Y el psicótico quiere a su delirio como a sí mismo. A la vez lo padece, pero es él.
Lo real es variado, los acontecimientos también, y también las personas en el mundo, pero los neuróticos encuentran siempre la misma cosa: eso que esperaban encontrar, y por eso repiten. Así, sufren de su fantasía, sufriendo obtienen un goce, y por eso no se sorprenden tan fácilmente, y resultan entonces menos traumatizables. No sucede lo mismo con el psicótico: recibe los golpes de lo real, los registra e incluso puede caer.
La irrupción de eso no programado, de eso que no tiene correspondencia en el discurso, no depende del todo del sujeto. A ese nivel el sujeto es inocente. Es una víctima inocente. Pero si pensamos en las secuelas de esa irrupción, en lo que sigue después; pues bien: a ese nivel el sujeto pone de lo suyo, pues pone en marcha frente al elemento traumático la máquina de simbolizar. El sujeto maquina… tramita, trama el mal encuentro. Piensa que cuando hay una infelicidad, eso resulta de un Otro. Del Otro fantasmáticamente existente que viene a ocupar el lugar del “responsable”.
Según Freud en su texto de 1915, “De guerra y de muerte”: el Estado civilizado (ubicado en el lugar del nombre del Padre) es el responsable de exigir e imponer a los individuos una extensa restricción de sí mismos, una vasta renuncia a la satisfacción pulsional, estableciendo elevadas normas éticas a las que cada quien debe acomodarse si quiere participar en la comunidad de cultura. Así, de las grandes naciones se esperaría que supieran ingeniárselas (mediante el arte, la cultura y la ciencia) para zanjar las desinteligencias y los conflictos de intereses, sin recurrir al salvajismo, la mentira, el fraude, la guerra. Empero, Freud presenció en las dos Guerras Mundiales hasta dónde puede ser turbado el disfrute de la comunidad de cultura entre los seres humanos. En efecto, fue testigo de cómo en tiempos de guerra se trasgreden todas las restricciones a las que los hombres se habían obligado en tiempos de paz. El espíritu belicoso arrasa todo cuanto se interpone a su paso, con furia ciega, como si después de la guerra no hubiera un porvenir ni paz alguna entre los hombres. Destroza los lazos comunitarios y amenaza dejar como secuela un encono que por largo tiempo impedirá restablecerlos. Los involucrados se miran entre sí con odio y con horror.
Ante ese panorama, ¿quién podría erigirse en juez? ¿Acaso el Estado? Sabido es que los pueblos están más o menos representados por los Estados que ellos forman, y estos Estados por los gobiernos que los rigen. Ahora bien, en la guerra el ciudadano particular puede comprobar con horror algo que había creído entrever en tiempos de paz: que el Estado prohíbe al individuo recurrir a la injusticia, no porque quiera eliminarla, sino porque pretende monopolizarla. Así, el Estado beligerante se entrega a todas las injusticias y violencias que infamarían a los individuos. No solo se vale de la astucia, sino de la mentira y del fraude. El Estado exige de sus ciudadanos la obediencia y el sacrificio más extremos, pero los priva de su adultez al tratarlos como a menores de edad mediante el secreto desmesurado y la censura de las comunicaciones y de la expresión de opiniones. Los sofoca intelectualmente frente a cualquier situación desfavorable y a cualquier rumor antojadizo. Encima, el Estado confiesa paladinamente su codicia y su afán de poderío, que luego los individuos deberán aplaudir por patriotismo. Este relajamiento de las condiciones éticas por parte de los gobernantes, acaba repercutiendo en la eticidad de los individuos, e incrementando la “angustia social”.
Los discursos gubernamentales tienden a alentar ilusiones que, como toda ilusión, ahorran sentimientos de displacer y permiten gozar de satisfacciones. Pero, en algún momento, esas ilusiones acaban chocándose con la realidad y haciéndose pedazos. En tales circunstancias, la brutalidad de unos individuos con ínfima eticidad se descarga de un modo que en otras condiciones no los hubiéramos creído capaces de algo semejante. Es que en realidad, a pesar de los esfuerzos de la educación, no hay “desarraigo” alguno de la maldad ni sustitución por inclinaciones a hacer el bien. Lo que sucede es que las pulsiones son inhibidas y guiadas hacia otras metas y otros ámbitos, simulando así la mudanza de su contenido. Pero la transmudación de pulsiones eróticas en pulsiones sociales, no es tan solo un producto de la influencia del medio cultural presente, sino también de la historia cultural de sus antepasados.
Lo que Freud denomina “aptitud para la cultura” (o elevación ética) es la capacidad de un ser humano para reformar el destino de sus pulsiones. Esto es: la capacidad para consumar dentro de sí un ennoblecimiento pulsional, una trasposición de inclinaciones egoístas a inclinaciones sociales. En tal sentido, el trabajo por la conservación de la cultura, ofrece la perspectiva de propender en cada generación nueva, en cuanto portadora de una cultura mejor, a una reforma más vasta de las pulsiones. Esto quiere decir que el desarrollo cultural exige restricciones pulsionales. Pero en el desarrollo anímico las cosas ocurren diversamente. Al respecto, hay que tener en cuenta que sólo el recuerdo de la propia historia cultural, en cuya estela cada sujeto emerge, puede refigurar los antiguos rasgos en la nueva imagen. Pero por mucho empeño que se ponga en esta tarea cultural, no se ha de perder de vista la extraordinaria plasticidad del alma humana, cuyo desarrollo no es irrestricto en cuanto a su dirección. Con esto queremos señalar que el alma humana también manifiesta una particular capacidad para la involución, para la regresión (porque lo anímico primitivo es imperecedero). De hecho, la esencia de la “enfermedad mental” es un regreso a estados anteriores de la vida afectiva y de la función. O sea que la reforma pulsional en que descansa nuestra aptitud para la cultura puede ser deshecha por las influencias de la vida. Y esto es todavía peor en aquellas personas con falta de penetración intelectual de las cosas, tozudas, inaccesibles para los argumentos, acríticamente crédulas hacia las aseveraciones más discutibles. Sin embargo, caemos en un error si concebimos la inteligencia descuidando su dependencia de la vida afectiva. Es que la mera racionalidad no remedia a la idiotez, porque los argumentos lógicos son impotentes frente a los intereses afectivos. En efecto: la intelección requerida en los asuntos de la vida, tropieza con las resistencias afectivas. Tropieza con las exaltaciones pasionales. Entonces, una disminución de la hipocresía mediante un poco más de veracidad y de sinceridad en las relaciones recíprocas de los hombres (lo cual es el cometido cultural del psicoanálisis), tanto a nivel comunitario como gubernamental, allanaría el camino de la transmudación pulsional.
Ahora bien, no se piense que este del que hablamos es un camino de disciplinamiento y normalización. Una vida así no sería vida, sino un tedio mortífero. Precisamente, dice Freud: “La vida se empobrece, pierde interés, cuando la máxima apuesta en el juego de la vida, que es la vida misma, no puede arriesgarse”. Una vida en la que ya se ha establecido de antemano que nada puede suceder (excepto un vínculo de amor obediencial con el Principio rector y ordenador de esa vida), se vuelve una existencia insípida e insustancial. Friedrich Nietzsche escribió algo parecido: “Se le puede quitar a un hombre la vida, pero no se puede ser tan cruel como para quitarle su muerte”. Y también escribió: “Tengan vidas interesantes, construyan sus ciudades al pie del Vesubio”. Es por eso que Freud pudo observar que en la guerra la vida de nuevo se vuelve interesante, y recobra su cometido pleno. La psicología de los ex combatientes y el análisis de sus secuelas, por ejemplo, permiten apreciar esta “actitud ante la muerte” de la que estamos tratando. Una actitud por cierto ambivalente y contradictoria: porque 1.- por un lado, desde tiempo inmemorial el ser humano entiende como justa a la aniquilación del que uno odia, el asesinato del otro para obtener la afirmación de sí, y 2.- por otro lado, uno se subleva contra el fenecimiento del propio ser y el de los seres que uno ama, porque lo amado es un fragmento del amado yo de cada quien. Pero, a su vez, lo amado también es una ajenidad y, en consecuencia, resulta en algún aspecto destinatario de los sentimientos hostiles de uno mismo. Esto no es un mero enigma intelectual, sino sobre todo un conflicto afectivo tan viejo como el mundo. Nada pulsional en nosotros solicita a la creencia en la muerte propia. La angustia de muerte es algo que aparece a posteriori, a consecuencia de la aparición de la conciencia de culpa por el deseo de la muerte del otro (que se piensa que podría revertir sobre uno mismo). Según Freud: “si se nos juzga por nuestras mociones inconcientes de deseo, somos una gavilla de asesinos”. Nuestros pensamientos secretos están poblados de la predisposición a eliminar lo que se nos interpone en el camino. Pero, gracias a nuestra aptitud para la cultura, hemos dado trámite al conflicto entre actitudes contrapuestas ante la muerte (la de admitir la aniquilación del otro, y la de desmentir la propia muerte; es decir: amor y odio) logrando así que la humanidad avance a través del fuego cruzado de las maldiciones recíprocas, sin que se haya ido a pique. Toda vez que el ser humano trabaja culturalmente sobre este par de opuestos (amor y odio) logra conservar el amor, para reasegurarlo así contra el odio que acecha tras él. Al respecto, escribe Freud resumidamente en el citado texto de 1915:
“Es lícito decir que los despliegues más hermosos de nuestra vida afectiva los debemos a la reacción [amorosa] contra el impulso hostil que registramos en nuestro pecho.”
Y frente a esa hermosura o belleza posible para la existencia, agrega un párrafo sobre la fealdad de la guerra:
“La guerra es una disarmonía. Nos extirpa las capas más tardías de la cultura y hace que en el interior de nosotros nuevamente salga a la luz el hombre primitivo. Nos fuerza a ser otra vez héroes que no pueden creer en la muerte propia; nos señala a los extraños como enemigos cuya muerte debe procurarse o desearse; nos aconseja pasar por alto la muerte de personas amadas. Pero la guerra no puede eliminarse; mientras las condiciones de la existencia de los pueblos sean tan diversas, y tan violentas las malquerencias entre ellos, la guerra será inevitable.”
Y ante la inevitabilidad de la belicosidad entre los hombres, concluye diciendo:
“¿No sería mejor dejar a la muerte el lugar que le corresponde, y sacar a relucir un poco más nuestra actitud inconciente hacia ella, que hasta el presente hemos sofocado con tanto cuidado? No parece esto una gran conquista; más bien sería un retroceso en muchos aspectos, una regresión, pero tiene la ventaja de dejar más espacio a la veracidad y hacer que de nuevo la vida nos resulte más soportable [interesante]. Y soportar la vida sigue siendo el primer deber de todo ser vivo. La ilusión pierde todo valor cuando nos estorba hacerlo. (…) Si quieres soportar la vida, prepárate para la muerte.”
No es fácil sacar a relucir “un poco” (mesuradamente) nuestra actitud inconciente hacia la muerte.
En general sucede todo lo contrario: las sociedades se preocupan mucho por desmarcarse de la parte maldita de sí mismas. Al respecto, hay un libro muy interesante de Élisabeth Roudinesco titulado “Nuestro lado oscuro (Una historia de los perversos)”. Según Roudinesco, históricamente se ha considerado perverso a quien goza con el mal y con la destrucción de sí mismo o de otro… pero eso no debe entenderse solamente en un sentido abyecto (lo destructivo de los vínculos, lo desarraigado), sino que también puede entenderse en un sentido sublime (lo rebelde que se niega a someterse a la ley a costa de su propia exclusión). Como quiera que sea, la experiencia de la perversión es universal, cada época la juzga y la trata a su manera. Pensemos, por ejemplo, en los místicos-soldados y en los flagelantes medievales, o en los dictadores del siglo XX que llegaron hasta la banalización del mal, pensemos en los pedófilos y en los terroristas, pasando por los libertinos del siglo XVIII, y los considerados “anormales” en el siglo XIX.
Frente a ese derrotero, Roudinesco nos invita a reflexionar mirando al inicio:
“Durante siglos, los hombres creyeron que el universo estaba regido por un principio divino y que los dioses les infligían sufrimientos para enseñarles a no tomarse por dioses. Por eso en la antigua Grecia castigaban a los hombres afectados de desmesura (hybris).”
De ahí también que los griegos, por contraposición a la desmesura (hybris), hayan colocado la sabiduría (sofía) en el ejercicio de la prudencia (frónesis), entendida como camino transitado y compartido en los vínculos de reconocimiento y reciprocidad (filía… de ahí “filo-sofía”) mediante la reunión sin anulación de lo diverso en la unidad de la palabra (logos: un hablante existiendo en el espejo de otro hablante, consistencia discursiva), para encontrar-se a sí mismo (o esclarecer la propia verdad: aletheia) desde una posición mesurada (metrón), de manera tal que esa sensata moderación (dialogante, política, y no despótica) de las pasiones (pathos) pueda hacer posible dos cosas vitalmente muy importantes: el gobierno de sí mismo (autarquía) y la vida en la comunidad (polis).
Esa manera dialéctica de estar en el lenguaje que llamamos filosofía, es un camino que se inició como la búsqueda de una discursividad mesurada y consistente. Una discursividad aceptable por su capacidad para poner en palabras (sin echar mano de los decires de los dioses) lo que tiene que ver lo que se dice, con lo que se sucede y con lo que al respecto se piensa. Esto significa disponer de un discurso que envuelva lo real y de a pensar lo que pasa, otorgando un sentido compartido. Un discurso que sea la expresión de una sublimación pulsional; es decir, de la capacidad del hablante para tramar algo frente a lo intolerable.
Hybris, la desmesura, es la palabra que luego el cristianismo tomó como sinónimo de “pecado”, para significar la arrogante autosuficiencia de un hombre tan ufano de sí mismo como desvinculado, extraviado del amor. Un hombre inconsistente, dado a la ofensa, a la desunión, a la venganza, a la exclusión. Pero, en su doctrina oficial y en su teología, la Iglesia nunca supuso la existencia de un mundo impecable… El hombre “es” siempre a una vez santo y pecador. Una promesa de gracia albergada en un completo desagraciado. Un ser siempre posible, vísperas de sí, y también vulnerable. Un ser de camino (homo viator) hacia su casa, hacia la verdad de su existencia. Pero una doctrina oficial no siempre (o mejor dicho, en muy poco…) resulta coincidente con las prácticas y las prédicas. Efectivamente, en su ya dos veces milenaria historia, el cristianismo experimentó sobradamente en su seno y hasta en sus más altas jerarquías, caminos y extravíos. Experimentó el cultivo de las formas más sublimes (arte y poesía en la liturgia, y las más lúcidas rebeldías), pero también las más abyectas formas del goce perverso con el mal contra el que decían que querían combatir. Tal fue la lujuria de los inquisidores. Goce perverso de los iluminados: gozosos verdugos de carnes inmundas, transgrediendo (provocando sufrimiento, gozando con la muerte) en nombre del esplendor de la Verdad. Ya lo decía Georges Bataille: Cuanto mayor es la belleza, más profunda es la mancha.
Efectivamente: el perder de vista esta universal experiencia, el desconocer el lado oscuro de cada uno de nosotros mismos, conduce a creer cada vez menos en la posibilidad de emancipación por el ejercicio de la libertad humana, y también conduce a suponer con fingimiento que es posible erradicar la perversión. He ahí la esencia del malestar de la civilización: que no puede dejar de confrontarse permanentemente a su propia destrucción. El crimen, la barbarie, el genocidio, son actos que forman parte de la humanidad misma, de lo propio del hombre. Están inscritos en el corazón de la humanidad, y por eso no pueden estar excluidos ni del funcionamiento singular del sujeto, ni de la colectividad social. No se los puede excluir. Hay que tomarlos en consideración. Vale decir: la pulsión de destrucción no se debe perder de vista, no se la debe subliminar (rechazar del umbral de la conciencia), antes bien se ha de contar con ella para poderla sublimar (extraer su fuerza creadora), y así revestir de significación objetos socialmente valorados.
Valga la licencia de parafrasear un texto de la liturgia de la Misa católica: “Es realmente justo y necesario, es nuestro deber y salvación”… el aprender a soportar la vida y disfrutar lo soportable, sacando a relucir “un poco” nuestra actitud inconciente hacia la muerte, pero mediante nuestra aptitud para la cultura.
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“La guerra es el padre y el rey de todas las cosas”
(Heráclito de Éfeso, Fragmento Nº 53 / siglo VI a.C.)
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NOTAS:
[1] Nos referimos a la arenga que el Rey Enrique V dirigió a sus soldados antes de la batalla de Agincourt (1415), en el día de San Crispín (25 de Octubre), cuando las tropas inglesas derrotaron a un ejército francés mucho más numeroso, de manera brillante e inesperada. El capital más grande del ejército inglés fue la arenga del Rey a sus hombres justo antes de entrar en batalla, la cual incluye la oración famosa: “todo está listo si la mente está lista”. Las palabras son de Shakespeare, porque el texto de la arenga real no existe. Incluso antes de hablar, Enrique caminó disfrazado entre sus hombres para escuchar lo que decían y apreciar de primera mano cómo se sentían. Luego se colocó en el medio y pronunció su discurso.
Algunos breves extractos de aquel discurso, según Shakespeare:
“A quien no tenga estómago para esta pelea, dejadle partir; dadle pasaporte y poned monedas en su bolsa: No queremos morir junto a un hombre que teme caer con sus camaradas… Los viejos olvidan: olvidarán todo, salvo las hazañas que hicieron este día. Nosotros pocos, felices pocos, nosotros, banda de hermanos; pues el que hoy vierta conmigo su sangre será mi hermano por villano que sea. Este día le hará de noble rango: y muchos caballeros de Inglaterra que ahora duermen en su cama se dirán malditos por no haber estado aquí, y sentirán mísera su valentía cuando hable alguno que combatiera con nosotros en el día de San Crispín.”
(William Shakespeare – Enrique V. Acto IV)

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